Llevamos casi cinco años conviviendo con un capitalismo desbocado que
no acepta límites. Que avanza sin pudor y aspira a mercantilizarlo
todo. La vivienda, la sanidad, la educación, el espacio público, las
relaciones afectivas. Para avanzar, este proceso necesita quebrar la
autonomía individual y colectiva. Aislar a las personas y reducirlas a
la servidumbre, a la impotencia. El consumismo dirigido, la alienación
programada, son eso: figuras de la impotencia. La otra es el miedo. A
ser desahuciado, a perder un empleo, a no poder pagar las deudas, a ser
multado en el metro, a ser expulsado por no tener papeles, a ser
detenido en una manifestación o en una ocupación. El individualismo, el
miedo, la servidumbre voluntaria e involuntaria, son formas de
impotencia que se dan la mano. Todas están en la base de la deudocracia.
Esta historia, desde luego, no es nueva. La deudocracia es hija del
neoliberalismo. Y este del afán capitalista de soltar amarras. De
librarse de las ataduras impuestas por las luchas y resistencias
populares. Tras el hundimiento del socialismo irreal, lo sabemos, la
bestia no quiere bozal. No tolera los límites jurídicos, los derechos,
las leyes. A menos, claro, que sean sus propias leyes. Las que
benefician a los bancos, a los grandes evasores fiscales, a la oscura
trama de la cleptocracia. Esas leyes, sí. Las que aseguran la
“culpabilidad de las sardinas” y la “impunidad de los tiburones”, como
decía la gran Rosa Luxemburgo. Lo otro, los derechos humanos, son un
incordio. Una atadura inaceptable. Da igual que se trate de los derechos
sociales y ambientales que de los civiles y políticos. La bestia no
quiere bozal, ni críticas, ni protestas que se le vayan de las manos.
Solo consumidores dóciles y atemorizados. Puede aprobar sin inmutarse
normas indecentes que dejan a miles de personas sin trabajo, sin casa y
sin futuro. Pero ladra indignada contra un piquete sindical o contra las
pegatinas de un escrache. Así, mientras estrangula el Estado
social, mientras liquida los bienes comunes, monta el Estado penal, la
excepcionalidad punitiva, la vigilancia continua.
La ciudad vigilada, la ciudad del miedo, está en el núcleo de la
barbarie neoliberal. Prácticas de disciplina que traspasan los muros de
la prisión y se extienden por la metrópolis.
Escáneres en los aeropuertos, huellas digitales, registro de datos en la red, cámaras de vigilancia, seguridad privada en parques y plazas. “La policía en todas partes, la justicia en ninguna” como escribía Víctor Hugo en el siglo XIX. Una especie de guerra de baja intensidad que no se libra en las trincheras sino en los supermercados, en los parques, en el metro, en los sofás de las casas. Una guerra que levanta muros, fronteras y que convierte la ciudad en un gran panóptico en el que todos somos reclusos y guardias. Atentos vigilantes del vecino, convertido en una amenaza. Y junto a esa represión velada, aceptada de manera casi voluntaria, la otra. La represión pura y dura contra los excluidos y contra los disidentes. Huelguistas, activistas sociales, trabajadoras sexuales, graffiteros, mendigos, migrantes sin papeles, jóvenes sin futuro. Todos en el punto de mira de las ordenanzas del civismo, convertidas en auténtica constitución de la ciudad. Todos en el punto de mira de unos códigos penales que se endurecen a medida que aumentan la desigualdad y la resistencia.
La criminalización de la protesta, de la disidencia, tampoco es
nueva. Pero se acelera cuando la resistencia crece. Se vio con la
irrupción del 15-M, con las huelgas generales, con el rodeo al Parlament
de Catalunya, con el 25-S. Primero, el paternalismo condescendiente, la
zanahoria. Luego, el palo, el rostro torvo de los gobiernos market friendly. A
medida que las políticas de austeridad se han ido intensificando, las
derechas y sus cómplices han rivalizado en iniciativas represivas. Hoy,
mayor contundencia policial y judicial. Mañana, restricciones al derecho
de reunión, prohibición de ocultar el rostro en las manifestaciones y
designación de fiscales especializados en “guerrilla urbana”. Más tarde,
apertura de sitios en Internet para que los “ciudadanos” puedan delatar
a los “antisistema”, ampliación de conductas constitutivas de atentado
contra la autoridad, asimilación de las protestas a conductas
terroristas o prototerroristas, monitorización policial de las redes
sociales.
Es el derecho penal del enemigo. El que no tiene empacho en ir “más
allá de la ley”, como decía el consejero catalán Puig. O en recurrir a
la “ingeniería jurídica” si hay que quitarse de encima alguna garantía
incómoda, como declara el ministro Fernández Díaz. Es el no derecho. El
que criminaliza a cualquiera que ose levantar la voz. El que expulsa de
las plazas a los indignados, el que trata como “ratas” a los huelguistas
y como “nazis” a los desahuciados. Y junto a él, el derecho penal de
los amigos. El que se pone al servicio del poder y mira hacia otro lado
cuando hay fraude fiscal, el que indulta a los grandes banqueros y
promueve o absuelve la violencia policial. Tampoco aquí la originalidad
es absoluta. La violencia punitiva del Estado siempre ha encontrado sus
enemigos. Y cuando no, los ha inventado. La inquisición persiguió a las
campesinas despojadas de sus tierras acusándolas de brujas. Las clases
propietarias persiguieron a los obreros acusándolos de degenerados, de
hienas, de chusma, de vagos. Vistos con dimensión histórica,
calificativos como perro-flautas o terroristas son variantes, a menudo,
de un odio lejano. El que lleva implícita la demofobia, el odio
clasista (e incluso racista) de los poderosos a quienes pueden poner en
peligro sus privilegios.
Llevamos años, décadas, conviviendo con un capitalismo sin complejos
que pretende reducirlo todo a simple mercancía, a beneficio inmediato.
Su avance ha dado lugar a múltiples formas de barbarie. Aumento de la
pobreza, depresiones, suicidios, centros de internamiento, brotes
xenófobos. Pero también está generando, en su afán totalizador, inéditos
espacios de solidaridad, de resistencia. Un día es la PAH, el digno de
quienes ponen el cuerpo para parar desalojos. Otro, las movilizaciones
contra la privatización del agua, las huelgas, las decenas de
iniciativas cooperativas, anticapitalistas, que surgen aquí y allá.
Después del diluvio neoliberal, estas iniciativas pueden parecer
modestas. Pero están consiguiendo el que parecía imposible. Que la clase
política que ha gestionado la deudocracia, la cleptocracia, esté más
deslegitimada que nunca. Que el régimen bipartidista y monárquico
heredado del franquismo y hoy rendido a la troika comience a aparecer
como un lastre insoportable. Esta deslegitimación puede, claro,
traducirse en resignación, en abandono. Pero puede alimentar, ya lo está
haciendo, reacciones de indignación que muten en luchas por la
dignidad, por la constitución de algo nuevo. Que eso ocurra no depende
de ninguna ley divina. Depende de nosotros. Porque lo que no ha sucedido
nunca –como escribió Schiller– no envejece. Sigue allí para quien tenga
la capacidad de rescatar del olvido las luchas y los sueños de quienes
nos precedieron. Y para alimentar, con esa memoria, nuestras propias
razones para estar y golpear juntos. Contra el miedo, y por la libertad.
Juristas y autores del libro ‘No hay derecho (s): la ilegalidad del poder en tiempos de crisis’ (Ed. Icaria, 2012)
Público.es
http://blogs.publico.es/no-hay-derecho/2013/04/22/resistir-al-miedo-golpear-juntos/
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