Los derechos siempre se ganan o se pierden en el pulso político. Y una forma clara de ese pulso, hoy, son los escraches.
"Si un perro flauta me acosa por la calle, le arranco la cabeza", dice un diputado del PP. Si por molestarte en la calle mereces ver tu cabeza arrancada del tronco, ¿cuál
es la pena proporcional por dejarte sin trabajo? ¿Y por no poder pagar
el colegio de tus hijos? ¿Y por perder la casa en la que has metido
todos tus ahorros durante los últimos diez años?¿Y por endeudarte
de por vida aunque además hayas perdido la casa? ¿Y por perder el
acceso a la sanidad, a la universidad, a una pensión, al seguro de
desempleo?
Los que dieron el golpe de Estado en 1936 dijeron que los movió el amor a España. Pero de España, como dijo Franco, les sobraba la mitad de los ciudadanos. Que eran españoles. Que están todavía enterrados en zanjas y cunetas. Desde la patronal nos dijeron que nos fuéramos a trabajar a Laponia. Una parte importante de los jóvenes le ha tenido que hacer caso. Los de siempre. Nunca han existido dos Españas. Eso siempre ha sido una mentira. Hay una España mayoritaria y una minoritaria con mucho poder,
capaz de acercar a su bando a una parte de la mayoría. El miedo hace el
resto. En la España de ellos siempre están los mismos. Desde los Reyes
Católicos y su Inquisición. Por eso, el PP no necesita arrancarle la
cabeza a los últimos que pusieron el miedo en su bando. Están ahí,
hechas tierra y vergüenza para nuestra democracia.
El poder,
sobre todo, posee eficaces herramientas para amedrentar a una parte
importante de la ciudadanía. Medios de comunicación, iglesias, puestos
de trabajo, presencia social, ritos, cultura y el Hola. Un diputado dice
que no le tiembla la mano para volver a ejecutar disidentes. Antes eran
rojos. Ahora, como ya no hay Unión Soviética, son perros flauta. El
miedo, y los nombres, siempre los han administrado ellos. Y exhumar
asesinados, expropiar unos carritos de la compra, decirles en el portal
de su casa que nos están arruinando la vida y la del futuro, cuestionar
la monarquía o recordarles que están robándose el país que dicen que
aman, les hace caer en una angustia existencial, propia de quien nunca
ha tenido la sensación de sobrar en ningún lado.
La dureza de la respuesta del PP a los escraches es muy lógica. La derecha entiende siempre muy rápido las cosas del poder. La legitimidad del sistema político español está en cuestión.
Cuando los esclavos dejan de interiorizar su condición, el amo ya no
puede dormir tranquilo. El PP lo sabe: lo que ayer era permitido, ahora
no lo es. Aunque lo sigan diciendo las leyes. Habían puesto al mismo
nivel cosas que no se pertenecen. La Constitución, las leyes, los
jueces, los policías y el portero de su casa les saludaban como personas
importantes. Pero han surgido nuevas preguntas. ¿Por qué no permitimos
un diputado que defienda la pederastia o la ejecución de las minorías o
la lapidación de las herejes o adúlteras —lo perseguiríamos hasta debajo
de las piedras, porque la democracia tiene derecho a defenderse—, pero
permitimos un diputado que esté a favor de los desahucios? Ese es el
cambio. Y es lo que les pone de los nervios. Es una lucha política. Si
podemos perseguir a los que roban nuestra tranquilidad, están en
peligro. Estamos escribiendo nuevas reglas del juego. Y los que siempre
han sido dueños del tablero se asustan.
Los escraches son reformismo. Pero hasta el reformismo asusta. De ahí la ridiculez de comparar escraches y terrorismo. Recuerdan Pisarello y Asens que "los escraches son una acción informativa, que se ha de hacer "de manera totalmente pacífica" y sin "importunar a los vecinos".
También se estipula que deben realizarse en días laborables y en
horario escolar, de modo que los niños nunca sean interpelados. Los
casos personales se intentarán explicar sin insultos ni amenazas. Se
evitarán ruidos o molestias innecesarios y se procurará ser amables con
quienes trabajan en comercios y con los transeúntes. No todas las
antiguas reglas han perdido su sentido. Sólo aquellas que únicamente
sirven a unas minorías privilegiadas. Pero la situación política está
tan podrida que hasta las reglas mínimas de la democracia les están
sobrando.
El escrache es una forma de desobediencia civil.
Cumple las tres reglas que marcó Habermas para que sea tal y no caiga
en otras formas de desobediencia que carecen de legitimidad: son
pacíficas, lo que se reclama tiene carácter universal —no se reclama en
exclusiva para uno mismo, sino para todos— y se está dispuesto a asumir
las consecuencias de los propios actos. La desobediencia civil es una
válvula de seguridad democrática. Surge cuando las demandas sociales van
por delante de las leyes y del comportamiento político institucional.
Las leyes que ayer nacieron para defender a los políticos del acoso de
los monarcas absolutos -inviolabilidad, inmunidad, fueros especiales- se
han convertido hoy en formas de privilegio. Si en España tuviéramos una
Constitución como la alemana, hace tiempo que el Tribunal
Constitucional tendría que haber llamado al derecho de resistencia o
habría declarado fuera de la Constitución a, cuando menos, los dos
últimos gobiernos del Reino de España. ¿Por qué los jueces son tan
solícitos para algunas cuestiones y, en cambio, han tolerado la ruina
del país consumada por Zapatero y Rajoy? ¿No cabría situar en la
inconstitucionalidad a dos partidos, PSOE y PP, que han dinamitado el
carácter social de nuestro país recogido en el artículo 1 de la
Constitución?
Escribía en otro lugar
que vemos con pasmo que lo que estaba prohibido, ahora está permitido
—sueldos desorbitados, sacar dinero del país, vaciar instituciones, usar
información privilegiada—, y que lo que estaba permitido —derecho a
manifestación, libertad de expresión, derecho de reunión— están, de
facto, prohibidos. Vemos que desaparecen las garantías de reparto de la riqueza social y aumentan las desigualdades;
que los políticos que gestionan la transferencia de renta desde las
clases medias y bajas a los ricos tienen la llave de la puerta giratoria
que les permite un futuro cómodo en las grandes empresas; que cualquier
tipo de protesta pasa a ser criminalizada por esos políticos que están
gestionando ese robo de los de abajo hacia los de arriba (llevando a
suelo patrio lo que antes se hacía entre continentes). "Por la mitad de
lo que estos están haciendo yo me he pasado diez años en la cárcel",
dice el bróker de Wall Street,
la película de Oliver Stone, viendo a nuestros actuales dirigentes. Y
eso que no sabía ni lo de la Infanta, ni lo del coche en el garaje de
Ana Mato, ni lo de la escritora fantasma de Mulas, ni lo de los sobres
del PP. Cuando lo ilegítimo se convierte en legal, nace el momento de la desobediencia. En América Latina se preguntan a qué está esperando Europa.
Los
escraches son nuevas reglas del juego para una nueva partida
democrática. Y tienen la misma oposición que en su día tuvo el sufragio
universal, el derecho a huelga o a manifestación. El escrache es un
diálogo directo con los "mandatarios" que se convierten otra vez,
gracias a ese acto de diálogo forzado, en "mandatados". Que es lo que
siempre han sido, aunque el abandono de la conciencia democrática le dio
la vuelta a los papeles. Los escraches tenemos que entenderlos como la
actualización en el siglo XXI de la rendición de cuentas democrática, de
la exigencia del cumplimiento cabal de los programas electorales (o la
convocatoria de nuevos comicios), de la reclamación de comportamientos
acordes con la soberanía popular, de la renovación de la construcción de
la voluntad popular más allá de la distancia que marcan los partidos,
de la reivindicación de la honestidad en el ejercicio de los cargos
públicos.
Déjenme
repetirlo: los escraches son el penúltimo intento amable de un pueblo
que quiere hacerse escuchar. Con los escraches, el escenario, en
cualquier caso, se clarifica: los diputados que no soporten la cercanía
de los electores, que se marchen. En democracia, es el pueblo el que
manda. Aunque expresarnos así parece devolvernos a un lenguaje que se
hablaba en tiempos arcaicos. ¿Quieren seguir manteniendo los políticos
la impunidad? ¿Quieren trabajar para otro señor que no es el pueblo y
que nadie les demande por su traición? ¿Va a convertirse la política en
un negocio paralelo al desmantelamiento de los sistemas de previsión
social?
La salida fácil es decir que los escraches son una forma
de amedrantamiento que pertenece a los regímenes fascistas. Se
equivocan. Las tensiones entre sectores sociales pertenecen a todos los
regímenes que mantienen desigualdades. ¿Quién sin que se le caiga la
cara de vergüenza va a defender que un escrache es más violento que un
desahucio, que un despido, que un corralito, que el cierre de la
universidad y las urgencias, que una mentira electoral, que las machadas
de los antidisturbios, que las multas por ejercer la democracia?
Los
que están en contra de los escraches son los que están a favor de otras
formas de protesta que ya no cambian nada. El mismo diputado del PP que
vota en contra de la ILP, es decir, el mismo diputado que construye
"fascismo social" expulsando de la ciudadanía a una parte importante de
los españoles y españolas, dice que los escraches se emparentan con las
señales pintadas por los nazis en las tiendas de los judíos. Es al
revés: son ellos los que nos cuelgan la estrella en el pecho negándonos
el sustento, la vivienda, la salud. Esa democracia que defienden sólo
existe en sus discursos. Hace tiempo que se ha ido.
Igual que Israel se comporta con los palestinos con maneras de nazis, el neoliberalismo está haciendo de nuestros países un enorme campo de concentración enmascarado en formas democráticas.
Una queja que no es oída no tiene efectos democráticos. Por eso los
escraches están devolviendo la democracia perdida o quizá, incluso,
están permitiendo el advenimiento de la democracia que nunca hemos
tenido. La democracia se gana siempre en la confrontación. Por eso dijo
Fraga que la calle era suya. Los derechos siempre se ganan o se pierden
en el pulso político. Y una forma clara de ese pulso, hoy, son los
escraches. Es normal que el PSOE, el PP, UPYD, CIU o el PNV estén en
contra. Tan evidente como que hay que regresar a los lugares donde
nacieron los partidos. A la calle. Los escraches ya han empezado a
marcar el camino.
Juan Carlos Monedero es profesor de ciencia política en la Universidad Complutense
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