Hace unos días, el cardenal Bergoglio, ya elegido Papa, exclamaba que
le gustaría una iglesia católica para los pobres. No es una frase nueva
en la tradición católica, ni tampoco en otras tradiciones
confesionales, políticas y éticas. Aunque pareciera que este lenguaje
había pasado de moda. Las primeras entrevistas a personas que conocían
al cardenal argentino hablaban de sus obras de caridad, de sus visitas a
los suburbios, de su opción por los pobres… Quienes se han tomado
alguna vez en serio esta cuestión político-práctica que son las
desigualdades, y, en concreto, las estructuras que generan
desigualdades, saben que una cosa son las palabras, o los gestos (por
importantes que sean), y otra los fundamentos de estas palabras y las
implicaciones que se está dispuesto a aceptar al llevar a la práctica
las palabras. Para que se entienda: hay quien ha sido asesinado,
torturado, vejado… por comprometerse en lucha contra las causas
flagrantes de las desigualdades y de sus consecuencias sobre las
personas.
La pregunta importante es qué significa “la opción por los pobres”.
Distintas opciones políticas, morales y teológicas coinciden en las
palabras, pero no en lo que quieren decir con ellas y en las
transformaciones que aceptarían como deseables. No se ha de olvidar que
dentro de la tradición católica la teología de la liberación ha tenido
como prioridad fundamental la opción por los pobres. Opción compartida
en parte por movimientos sociales y políticos que plantean como
prioridad poner remedio a las desigualdades económicas. Sin embargo, la
teología de la liberación (es decir, sus fundamentos y sus implicaciones
prácticas) ha sido intensamente rechazada por buena parte de la
jerarquía católica y por los sectores más conservadores. Pero estos
sectores conservadores también han rechazado, cuando no perseguido y
asesinado, a otra gente que sin saber si se guiaban por teologías,
ideales políticos o por pura vergüenza ante la injusticia, denunciaban
los abusos y se posicionan contra ellos.
Como decía, la frase “la opción por los pobres” puede significar
cosas muy distintas. Para unos, la “opción por los pobres” convertida en
campaña publicitaria se asemeja al eslogan “ponga un pobre en su mesa”
que Berlanga retrató en Plácido. Como recordarán, la película
satiriza esta concepción y práctica de la beneficencia: el pobre sería
un presente en la mesa de los privilegiados. Como buen pobre, no se le
permitiría protestar, enojarse, rebelarse o proponer y buscar
estructuras sociales, políticas y económicas más equitativas. En este
modelo, el pobre ha de ser un pobre sumisamente agradecido: un buen
pobre.
Para otros, la beneficencia es una opción deseable ya que estimula la
generosidad de los particulares. Este modelo está en auge. La
destrucción de los sistemas de protección social, el debilitamiento del
contenido social de las fuerzas políticas de izquierdas asentadas en las
estructuras formales y la expansión de la ideología que se resume en el
“que cada palo aguante su vela”, han contribuido al auge de una
beneficencia conservadora.
Esta beneficencia se caracteriza por preservar las desigualdades y,
por ellos, los privilegios existentes. Es lo contrario a tomarse en
serio los contenidos sociales y democráticos del estado y las
condiciones de materialización de los mismos. La beneficencia es
esencialmente anti-igualitaria, atenta en muchas ocasiones contra la
dignidad de la persona que ha sido colocada en situación de pobreza y es
perfectamente compatible con estructuras económicas, políticas y
jurídicas generadoras de desigualdades.
La “opción por los pobres” puede significar esto: proteger el modelo y
sus injusticas, pero buscar paliativos que en las situaciones extremas
eviten el desagradable espectáculo de la pobreza de solemnidad. Este
modelo suele verse acompañado por la abundancia de exclamaciones del
tipo “hay que ver” y se extiende un discurso de los valores que bajo la
expresión “faltan valores” omite que los valores se entroncan con las
estructuras económicas e ideológicas. Este uso de la noción de los
valores no se plantea políticamente que estos tienen una relación
simbiótica con las estructuras económicas y materiales que condicionan
la vida de la gente.
Cuando se plantea en serio la cuestión de responsabilidad personal y
colectiva en relación a las desigualdades, hay que plantear, como
señalaba con fuerza Thomas Merton hace ya bastante tiempo (monje
trapense fallecido en 1968): “No basta con una ética de las buenas
intenciones subjetivas. Esta ética ha sido juzgada y hallada en falta.
¡Tenemos que volver a enfocar la mirada hacia los resultados objetivos
de nuestras decisiones!”, (En Conjeturas de un espectador culpable, Sal Terrae, 2011).
La responsabilidad personal, en ocasiones pensada y vivida como
compromiso, no debería desligarse de la proyección de la acción política
colectiva. Desde hace unos años, potentados como Bill Gates y Warren
Buffet, dos de las mayores fortunas del mundo, impulsan el proyecto Giving Pledge.
Con esta iniciativa se pretende que personas y familias
multimillonarias destinen una parte de su fortuna a acciones
filantrópicas, siendo posible hacer la donación en vida o al morir. Esta
iniciativa no dejaría de ser una anécdota si no fuera porque, tal como
yo lo veo, abunda en la tendencia señalada: diluir y disimular el
carácter político de las estructuras económicas, jurídicas y sociales
que generan pobreza. Ideas como el Giving Pledge, ¿van a
estar acompañadas por la exigencia a estas personas y familias de
rechazar aquellos beneficios que provengan de la explotación de los
trabajadores, de la destrucción del medio ambiente, de la vulneración de
los estándares de los derechos humanos a nivel internacional, de la
comercialización de armamento, de la evasión fiscal mediante actuaciones
de ingeniería financiera o de la especulación financiera?
Iris Marion Young murió antes de poder acabar su último libro: La responsabilidad por la justicia
(Morata, 2011). Una amiga suya lo preparó para la edición. Young se
planteó en este libro una pregunta clásica que ha recuperado su
actualidad: ¿Cómo deberíamos pensar sobre nuestra propia responsabilidad
en relación a la injusticia social? Young explica cómo desde los años
80 del siglo pasado se extendió la idea según la cual las causas de la
pobreza había que buscarlas básicamente en la irresponsabilidad de los
pobres. Young contradijo en profundidad esta teoría y llegó a
conclusiones que son aplicables al momento actual:
- Se ha instaurado una “irresponsabilidad
privilegiada sistémica” que perjudica a millones de personas (por
ejemplo, personas con poder en las grandes instituciones toman
decisiones que afectan a millones de personas). La irresponsabilidad de
unos se legaliza y determinadas instancias quedan desresponsabilizadas,
mientras se tacha de irresponsables a los que quedan marginalizados.
- Hemos perdido la convicción de que los
problemas y desventajas sociales se pueden mejorar a través de la acción
colectiva. Cuanto menos confianza tenemos en nuestro propio compromiso
político y democrático, más exigimos a los demás.
- El sistema capitalista global produce
injusticias estructurales de privación material de millones de personas
con insuficientes o ningún medio de subsistencia, y somete a la mayor
parte de estas personas a la dominación a través de la coacción
económica: “Por cada injusticia estructural hay un alineamiento de
entidades poderosas cuyos intereses están servidos por esas
estructuras”.
En un momento en que se incrementan las desigualdades, la
beneficencia no es la solución ya que conserva e incrementa las
desigualdades, no les pone remedio. El compromiso personal ha de verse
conjugado con la responsabilidad colectiva a favor de estructuras que
favorezcan la igualdad entre las personas, sin que esto suponga la
anulación de la responsabilidad personal por la propia vida.
Antonio Madrid Pérez
Mientras Tanto
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