El
intento del Partido Popular de vincular a la Plataforma de Afectados
por la Hipoteca (PAH) con ETA y con el nazismo ha resultado un fracaso.
La operación ha sido tan burda que ni siquiera ha conseguido convencer a
algunos aliados usuales en estas campañas de miedo y orden. Estos
sectores se han mostrado dispuestos a discutir sobre las “líneas rojas”
que ninguna protesta social debería traspasar. Pero se han negado a
aceptar que cualquier protesta incómoda pueda hacerse pasar sin más por
coacción, violencia, o peor, terrorismo. Esta reacción puede
considerarse uno de los grandes éxitos de la PAH: haber conseguido que
el ‘escrache’ del poder contra las familias
desahuciadas y endeudadas aparezca como un peligro más temible que el
que se intenta atribuir a estas últimas. Con todo, no se trata de un
triunfo definitivo. Por un lado, porque a pesar del rechazo de las tesis
del gobierno, existe un sector social significativo que considera que
el ‘escrache’ o señalamiento público es un error. Que se trata de un
ejercicio inadmisible de coacción sobre cargos electos que abre las
puertas a prácticas que serían difíciles de
justificar en otros casos. Por otro, porque la alianza entre poder
político y poder económico-financiero que ha perpetrado la estafa de las
últimas décadas está cada vez más deslegitimada, pero conserva espacios
decisivos de poder. Y ha quedado claro que los utilizará sin
miramientos para desplazar la atención o para criminalizar cualquier
reclamo que considere amenazador.
Los ‘escraches’ de la PAH como legítimo ejercicio de la libertad de crítica
Se
ha dicho mucho en la última semana acerca de la legitimidad del
‘escrache’. Pero a menudo se ha tratado de un juicio abstracto, que
prescinde tanto de las razones de la PAH como del contexto concreto que
lo origina. Como es sabido, esta modalidad de protesta nació en
Argentina con un doble objetivo. Por un lado, dar respuesta a la falta
de actuación estatal en el esclarecimiento de los crímenes cometidos
durante la dictadura. Por otro, hacer visibles en el espacio público a
quienes, beneficiándose de dicha impunidad, pretendían pasar
inadvertidos. Si se compara la situación argentina con la española, se
detectan diferencias evidentes. Parece excesivo, por ejemplo, comparar
las desapariciones y asesinatos masivos provocados por la dictadura
argentina con el “genocidio financiero” simbólicamente denunciado por la
PAH. Del mismo modo, puede resultar desmedido equiparar a los
responsables de crímenes de lesa humanidad con los miembros de un
gobierno o de un grupo parlamentario que se niega a aprobar una
iniciativa legislativa popular
.
Dicho
esto, las similitudes tampoco pueden minimizarse. A diferencia de
Argentina, es verdad, el caso español no admite hablar de “genocidio”.
Pero sí de una vulneración generalizada y persistente de derechos que no
puede equipararse a un reclamo de privilegios o a un capricho aislado.
En el origen del escrache convocado por la PAH hay una situación
objetiva de violación de derechos fundamentales que no perjudica a un
grupo restringido de personas, sino a miles de familias. Muchas de ellas
han sido víctimas de prácticas que, según la ONU y el Tribunal de
Luxemburgo, habrían hecho las delicias de Gobseck, aquel personaje de
palidez lunar en el que Balzac inmortalizara a todos los usureros del
mundo. Muchas de ellas, también, han perdido sus casas, han tenido que
cargar con deudas inasumibles y se han visto expuestas, junto a sus
hijos, a actuaciones vejatorias que incluyen el acoso y la amenaza de
las entidades financieras y la violencia policial. En ocasiones, estas
actuaciones han generado en las víctimas enfermedades graves o las han
inducido al suicidio. Es cuando menos banal, pues, situar los escraches
contra la estafa inmobiliaria al mismo nivel que otras como las
protestas contra la prohibición de las corridas de toros o de las
drogas. Unas y otras, en efecto, son legítimas. Pero solo en el primer
caso se está ante una situación de ilegalidad estructural, de
vulneración generalizada y persistente de derechos básicos.
El
juicio sobre el escrache tampoco puede obviar la sostenida inacción y
falta de respuesta por parte de los principales poderes del Estado. A
diferencia de otros movimientos de desobediencia civil, la PAH ha
agotado prácticamente todas las instancias institucionales en busca de
una solución concreta al drama de las personas afectadas. Ha llevado sus
demandas a defensorías del pueblo y tribunales ordinarios. Ha
conseguido mociones favorables de decenas de ayuntamientos. Ha impulsado
negociaciones con todas las entidades financieras. Sin embargo, una y
otra vez se ha topado con la inacción o el bloqueo de los órganos con
mayor capacidad para decidir: el gobierno, el parlamento y el propio
Tribunal constitucional (cuya pobre actuación en la materia sería en
parte corregida por el Tribunal de Luxemburgo). Cuando por fin la PAH se
decidió a encabezar una iniciativa legislativa popular (ILP) contra los
desalojos, en defensa de la dación en pago retroactiva y del alquiler
social, los obstáculos no fueron menores. A pesar de ello, consiguió más
de un millón y medio de firmas y forzó a un PP reticente a admitir a
trámite su propuesta. Dicha admisión, con todo, no supuso una súbita
conversión del gobierno. En todo momento, este mostró que no estaba
dispuesto a torcer su política favorable a las entidades financieras
(puesta de manifiesto, ya, con el impulso de un Código de Buena Conducta
basado en la autorregulación de la banca o con la creación del llamado
Banco Malo). Por el contrario, a poco de admitida a trámite la ILP,
aceleró, con el apoyo de UPyD, una drástica reforma en materia de
arrendamientos urbanos que condena a la indefensión y al desalojo a
quienes (mal)viven del alquiler.
Es en este contexto, justamente, en
el que la PAH se planteó recurrir al ejemplo utilizado por los HIJOS
argentinos para contrarrestar la impunidad de los crímenes de la
dictadura. Para ello, propuso llevar adelante una campaña de
señalamiento público de los diputados que desvirtuaran el contenido de
su “propuesta de mínimos”. La idea era arriesgada, pero no carecía de
lógica. Los diputados y senadores, incluidos los del PP, tienen buena
cuota de responsabilidad en la falta de respuesta a una situación de
vulneración estructural de derechos constatada por órganos locales y por
distintas instancias internacionales. Después de todo, son los que han
producido y los que mantienen las reglas que hacen posible dicha
situación. Sin embargo, apenas responden por estas violaciones a título
individual. Amparados en la disciplina de partido, viven en un
confortable anonimato decisorio. La inmensa mayoría de la población no
conoce sus nombres ni cómo votan. Las protestas ciudadanas no los
afectan en términos personales. Y a diferencia de lo que ocurre en otros
países, sus mandatos ni siquiera pueden ser revocados por la
ciudadanía.
Esta
falta de responsabilidad individual, sumada a la existencia de una
situación límite de vulneración de derechos, obliga a los cargos electos
a soportar un escrutinio más severo que el resto de personas. Incluso
fuera del parlamento. Muchas veces, este escrutinio incisivo, enérgico,
es la única manera de sortear el bloqueo mediático y de informar y de
hacer públicas actuaciones que de otro modo permanecerían ocultas o
impunes.
Así
concebido, no hay muchas dudas de que el escrache está amparado por la
libertad de crítica, de reunión y de manifestación. Esto no quiere
decir, naturalmente, que no esté sujeto a límites. La violencia física,
la intimidación grave y el insulto personal, por ejemplo, son
actuaciones que no cuentan con cobertura legal. Pero ni los poderes
públicos pueden invocar coacción y violencia cada vez que se los
incomode, ni toda protesta ilegal merece el mismo reproche. La ONU y el
Tribunal europeo de derechos humanos han insistido en este punto
repetidamente. La libertad de expresión y manifestación no se limita a
proteger la crítica educada o la que no molesta. Tutela también, y sobre
todo, la que puede “ofender, resultar ingrata o perturbar”. Enviar
correos electrónicos a un diputado, tocar el timbre de su casa para
dejarle una carta o gritarle consignas hirientes, pero no estrictamente
personales, sino con finalidades políticas, puede causar molestias. Pero
forma parte de las cargas que ha de aceptar en un régimen que se
pretenda democrático. Sobre todo, como se apuntaba antes, cuando:
a)
existe una vulneración grave y sistemática de derechos;
b) los poderes
públicos no han hecho el máximo de esfuerzos para dar
una respuesta adecuada; y
c) quienes protestan son colectivos en
situación de vulnerabilidad que carecen de fuerza para hacerse oír en el
espacio público o que no pueden contrarrestar la capacidad de otros
actores privados, como los bancos, para acosar efectivamente a las
instituciones.
Que
el escrache, así concebido, pueda estar justificado, no quiere decir
que no tenga que respetar la existencia otros derechos (a la intimidad o
a la integridad física y moral, por ejemplo). Pero incluso si no lo
hace, eso no autoriza, jurídicamente, a descargar sobre él cualquier
sanción penal. Y menos aún a identificarlo con actos de terrorismo. Hay
actuaciones violentas y coercitivas que, con el Código Penal en la mano,
pueden ser una falta, pero no un delito (como arrojar una tarta o un
huevo). O que pueden ser delitos, pero delitos leves o con atenuantes
derivados, precisamente, de la situación límite de las propias víctimas.
El escrache, así, puede aparecer como una medida extrema. Pero en
términos jurídicos es una variante de la libertad de crítica, esencial
para remover la impunidad de hechos potencialmente delictivos –como las
estafas hipotecarias– y para asegurar la existencia de una esfera
pública e informada. Como ocurre con todo acto de protesta, puede
invadir otros derechos. Pero esto no torna admisible ni su demonización
preventiva ni su criminalización indiscriminada. Estas respuestas
punitivas, en realidad, son más peligrosas que el propio escrache, ya
que comportan un uso arbitrario, no de cualquier poder, sino del poder
represivo del Estado
La tosca respuesta criminalizadora del gobierno
La
perspectiva de que la criminalización abusiva es un peligro mayor que
el propio escrache, ha presidido buena parte de las reacciones de la
última semana. Esta reacción es inseparable del tosco intento de
vincular a la PAH con actuaciones “nazis” o “filo-etarras” realizado por
algunos medios conservadores y por dirigentes del PP como Esteban
Fernández Pons o Cristina Cifuentes. Con todo, no solo la derecha
clásica se ha adentrado en esta vía. La diputada de UPyD, Rosa Díez, también se sumó al símil nazi y anunció que ni cedería al “chantaje”
ni aceptaría “que la ‘democracia asamblearia’ sustituya al voto emitido
por los ciudadanos en las urnas”. Estas declaraciones revelan una
memoria muy frágil. Por un lado, porque la propia Rosa Díez participó en
el pasado en ‘escraches’ contra miembros del gobierno vasco. Por otro,
porque al fin y al cabo la ILP de la PAH consiguió muchos más avales
–casi 300.000– que los votos obtenidos por su formación en las últimas
elecciones. Intelectuales afines a este espacio político, como Fernando Savater, tampoco tardaron en sugerir que la PAH se estaba pareciendo demasiado a “los borrokas”, una apreciación presente, con matices, incluso entre dirigentes del propio PSOE.
Si
el intento de vincular a ETA a toda protesta social embarazosa suele
ser un recurso burdo en la mayoría de contextos, en este caso generó
especial rechazo. La actuación del gobierno fue rápidamente condenada por un comunicado
firmado por el Observatorio DESC, la Federación de Asociación de
Vecinos de Barcelona, la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados, la
organización cristiana Justicia y Paz, el Instituto de Derechos Humanos
de Catalunya y otras organizaciones de defensa de los derechos humanos
del resto del Estado. También la asociación Jueces para la Democracia
(JpD) manifestó que resultaba “tremendamente censurable que se utilicen
hechos tan dolorosos como los vinculados al fenómeno terrorista como
fórmula para difamar gratuitamente a quienes expresan su disconformidad
con la alarmante situación de los desalojos hipotecarios en nuestro
país”. En su comunicado, JpD sostiene que “la situación de crispación en
este ámbito resulta comprensible antes la existencia de datos objetivos como suicidios, multitud de dramas familiares e innumerables personas que han quedado en situación de marginación o exclusión social”.
Como consecuencia de ello, emplaza al Gobierno a que aporte “soluciones
a estos problemas, en lugar de dedicarse a descalificar a quienes los
sufren y a quienes defienden sus derechos fundamentales”.
Lo
llamativo del caso es que esta reacción crítica no se circunscribiría a
sectores progresistas o activistas en defensa de derechos humanos. Como
ya había ocurrido antes, cuando cerrajeros, policías y jueces se
negaron a ejecutar desalojos, la PAH reclutó apoyos entre sectores
inesperados. Las primeras en criticar las declaraciones de Cifuentes, de hecho, fueron las asociaciones de víctimas de ETA. La Asociación
Catalana de Víctimas de Organizaciones Terroristas (ACVOT), por
ejemplo, exigió la dimisión de Cifuentes al entender que sus
declaraciones estaban “fuera de lugar” y que suponían una “falta de
respeto” a las víctimas de la violencia de la organización terrorista.
También el Sindicato Unificado de la Policía (SUP) se permitió discrepar
con la zafia respuesta criminalizadora del gobierno. El disparador fue
la instrucción que la Secretaría de Estado de Seguridad hizo llegar a
las comisarías, por medio de la Dirección Adjunta Operativa de la
Policía Nacional, ordenándoles identificar a quienes participaran en
actos de hostigamiento a políticos. El portavoz del SUP, José María
Benito, calificó de “barbaridad” la decisión gubernamental. En su
opinión, la instrucción de Interior suponía “retorcer” la Ley de
Seguridad Ciudadana. “Si no se está cometiendo ningún delito ni ninguna
infracción administrativa –declaró Benito– identificar a los ciudadanos y
proponerlos para sanción es hacer una lectura torticera”. Una lectura,
según Benito, que podría conducir a identificaciones masivas “sin
cobertura legal alguna”, colocando a los propios policías “a los pies
del caballo”.
La inteligente autocontención de la PAH y la violencia del poder
Por
ahora, este tipo de reticencias ha supuesto un freno al afán punitivo
del gobierno. Pero nada indica que este vaya a abandonar su estrategia
represiva. Hace poco, de hecho, el ministro de Justicia Alberto
Ruiz-Gallardón ha impulsado una reforma del Código penal que facilita
aún más la criminalización de la protesta.
Junto a la inconstitucional cadena perpetua revisable, el gobierno se
propone castigar la difusión de mensajes que inciten a la comisión de
algún delito de alteración del orden público (como los que se envían por
Twitter o cualquier red social). Asimismo, abre la vía a que formas de
resistencia pasiva como la realizada por diferentes colectivos (como los
Yayoflautas o Rodea el Congreso) puedan ser criminalizadas. Igualmente,
se plantea suprimir las faltas y mantenerlas, en su caso, como delitos
leves que generan antecedentes penales. Por si esto fuera poco, hace
unos días la prensa ha filtrado el borrador de un anteproyecto de ley
que prevé la pérdida de nacionalidad de las personas extranjeras por
“razones imperativas de orden público o de seguridad o interés
nacional”. Este tipo de anuncios apunta de manera especial a la PAH, ya
que las familias de origen extranjero tienen en ella un papel
importante.
A
pesar de esta ofensiva, sin embargo, no parece que el gobierno tenga
sencillo imponer su agenda punitiva. Por una parte, porque sus políticas
de recortes están afectando a algunos autores clave en su ejecución,
comenzando por los jueces y la propia policía. Por otro, porque la
cuestión hipotecaria no es una conspiración subversiva de izquierdistas.
Es un problema objetivo, anclado en la esencia misma de la deudocracia.
De hecho, afecta a gente que votó al propio Partido Popular y que
incluso puede militar en sus filas. El 90% de apoyo ciudadano con el
que, según una reciente encuesta de Metroscopia, cuenta la PAH, no podría explicarse de otro modo.
Sumado
a esto, hay que tener en cuenta que de todos los movimientos sociales
nacidos en los últimos años, la PAH es posiblemente uno de los mejor
articulados y más creativos. Su discurso en el plano jurídico, político y
económico, o al menos el de algunos de sus portavoces, como Ada Colau,
es sólido y altamente eficaz. Además, como bien apunta Guillermo Zapata,
del colectivo Madrilonia, las campañas de la PAH han permitido a las
familias afectadas salir de la desesperación, sentirse arropadas,
adquirir visibilidad y convertir su rabia en organización. Y esto vale
también para los escraches. De ahí que, contra lo que sostienen las
voces más alarmistas, la mayoría de estas acciones suela exhibir un alto
grado de articulación y de autocontención. Si se analizan, de hecho,
los propios protocolos de la PAH
en casos de escrache, lo primero que salta a la vista es la exquisita
conciencia de los límite de la propia actuación y de los derechos de
terceros en juego.
De
entrada, se recuerda que los escraches son una acción informativa, que
se ha de hacer “de manera totalmente pacífica” y sin “importunar a los
vecinos”. También se estipula que deben realizarse en días laborables y
en horario escolar, de modo que los niños nunca sean interpelados. Los
casos personales se intentarán explicar sin insultos ni amenazas. Se
evitarán ruidos o molestias innecesarios y se procurará ser amables con
quienes trabajan en comercios y con los transeúntes. Naturalmente, estas
reglas pueden romperse. Pero cualquiera que haya asistido a las últimas
acciones de la PAH puede dar cuenta del notable esfuerzo que sus
miembros realizan para respetarlas y proteger a su colectivo. Lo cierto,
en todo caso, es que este esfuerzo de autocontención contrasta
abiertamente con falta de escrúpulos y con la violencia deliberada
exhibida por las entidades financieras y por sus aliados
institucionales. Por eso la consigna de que habría que “escrachar a los
escrachadores”, en boca de tantos tertulianos, resulta tan miserable.
Porque pretende equiparar a las víctimas con los victimarios. A quienes
no tienen más armas que su dignidad con quienes, cegados por i subiti guadagni, por los rápidos beneficios en moneda, tendrían un lugar seguro en el infierno del Dante.
Gerardo Pisarello es profesor de derecho constitucional y miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. Jaume Asens
es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de
Barcelona. Ambos forman parte del Observatorio de Derechos Económicos
Sociales y Culturales.
Sin Permiso
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