El Estado social contemporáneo surgió entre los escombros de la posguerra mundial iniciada en 1945. El concepto de dignidad de la persona se convirtió en una referencia básica tras el conocimiento de las atrocidades cometidas durante el conflicto bélico y a partir del recuerdo de las graves situaciones de miseria, desarraigo y exclusión social que se habían producido en el periodo de entreguerras. Ello influirá en la idea de la desmercantilización de la fuerza de trabajo que, como señala Esping-Andersen, implicará que los seres humanos no pueden ser tratados como mercancías que participan en las leyes del mercado. Todas estas concepciones estarán muy presentes en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948. Y en ese contexto, con un pacto entre capital y trabajo, el Estado social intentará garantizar a todos los ciudadanos la satisfacción de sus necesidades básicas, a través de criterios redistributivos que se inspiran en el principio de igualdad social.
Resulta poco discutible que, en sus varias décadas de existencia, el Estado social ha conseguido el cumplimiento más avanzado en materia de derechos humanos de la historia. Pero en los últimos años se han producido crecientes impugnaciones del modelo por parte de quienes se oponen a la intervención estatal en la esfera económica. Dichas críticas se han fundamentado en las dificultades del Estado social para mantener el pleno empleo. Y en las acusaciones de que el amplio gasto social ralentiza el crecimiento económico y dificulta la competitividad de las empresas en el marco de la globalización. Sin embargo, como recuerda Vicenç Navarro, los países con estados del bienestar más consolidados, en especial los escandinavos, se encuentran entre los más competitivos en su comercio exterior y cuentan con el menor nivel de desempleo, a pesar de tener un mayor gasto público. Por otro lado, las experiencias que más han apostado por el Estado mínimo no han mejorado en modo alguno el problema del desempleo, lo cual sugiere que dicha cuestión no está vinculada a una excesiva intervención estatal.
Precisamente, la actual crisis financiera, derivada del crack de las hipotecas de alto riesgo en Estados Unidos, ha evidenciado los peligros de la desregulación y de la ausencia de supervisión pública. Y también el fracaso social de las teorías contrarias a la intervención estatal, como lo demuestra el perfil de los perjudicados en esta crisis: los millones de parados, los hipotecados que han perdido sus viviendas, los trabajadores que han visto recortados sus derechos laborales, los pensionistas y la ciudadanía en general, a causa de los recortes en las prestaciones sociales. Pero, paradójicamente, desde determinados sectores se sigue insistiendo en las mismas recetas que nos han llevado a esta lamentable situación.
Tras la desaparición de la amenaza soviética, los sectores dominantes del mundo occidental interpretaron que ya no resultaba tan necesario participar en la financiación del Estado social y en la consiguiente redistribución igualitaria. Y se están convirtiendo en unos poderes desbocados, sin freno, que en ausencia de reglas pueden conducirnos a nuevas catástrofes sociales. Frente a dichas muestras de insolidaridad y de ruptura contractual, resulta imprescindible un reforzamiento de las estructuras del Estado social.
Y en España no parece aceptable el discurso de que tendremos que conformarnos con el Estado del bienestar que podamos permitirnos, como advertencia de próximos recortes sociales. El actual desarrollo económico español debiera habernos permitido un Estado social bastante más avanzado, si la presión fiscal existente sobre las rentas más altas no se hubiera situado constantemente a la cola de los países de la UE-15. Por eso nuestros indicadores sociales también se encuentran en la parte inferior en materia de protección por desempleo, estabilidad laboral, pensiones, sanidad, educación, vivienda o ayudas familiares.
Ante este jaque al Estado social, hemos de recordar que nuestro modelo estatal no es una opción partidista, prescindible por razones de oportunidad, sino que representa una seña de identidad normativa en sentido fuerte, de acuerdo con el artículo 1-1 de la Constitución y con la regulación de los derechos fundamentales de carácter social. También un Estado mínimo y abstencionista se ubicaría fuera de la Carta Magna, pues el artículo 9-2 impone a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, así como de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud.
Sería un error pensar que las conquistas sociales tienen carácter irreversible, como están demostrando los últimos acontecimientos. En palabras de Saint-Exupéry, el futuro no se puede adivinar, pero sí que se puede consentir. No es casualidad que la voz de alarma esencial haya procedido de Stéphane Hessel, una de las pocas personas aún vivas que participaron en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las fuerzas políticas habrán de decidir si se sitúan junto a minorías influyentes que desean a toda costa acrecentar sus beneficios económicos o al lado de una ciudadanía cada vez más informada que reclama con razón que se profundice en los principios constitucionales igualitarios del Estado social. Puede ser oportuno recordar que el preámbulo de nuestra Constitución establece como objetivo “promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”.
Resulta poco discutible que, en sus varias décadas de existencia, el Estado social ha conseguido el cumplimiento más avanzado en materia de derechos humanos de la historia. Pero en los últimos años se han producido crecientes impugnaciones del modelo por parte de quienes se oponen a la intervención estatal en la esfera económica. Dichas críticas se han fundamentado en las dificultades del Estado social para mantener el pleno empleo. Y en las acusaciones de que el amplio gasto social ralentiza el crecimiento económico y dificulta la competitividad de las empresas en el marco de la globalización. Sin embargo, como recuerda Vicenç Navarro, los países con estados del bienestar más consolidados, en especial los escandinavos, se encuentran entre los más competitivos en su comercio exterior y cuentan con el menor nivel de desempleo, a pesar de tener un mayor gasto público. Por otro lado, las experiencias que más han apostado por el Estado mínimo no han mejorado en modo alguno el problema del desempleo, lo cual sugiere que dicha cuestión no está vinculada a una excesiva intervención estatal.
Precisamente, la actual crisis financiera, derivada del crack de las hipotecas de alto riesgo en Estados Unidos, ha evidenciado los peligros de la desregulación y de la ausencia de supervisión pública. Y también el fracaso social de las teorías contrarias a la intervención estatal, como lo demuestra el perfil de los perjudicados en esta crisis: los millones de parados, los hipotecados que han perdido sus viviendas, los trabajadores que han visto recortados sus derechos laborales, los pensionistas y la ciudadanía en general, a causa de los recortes en las prestaciones sociales. Pero, paradójicamente, desde determinados sectores se sigue insistiendo en las mismas recetas que nos han llevado a esta lamentable situación.
Tras la desaparición de la amenaza soviética, los sectores dominantes del mundo occidental interpretaron que ya no resultaba tan necesario participar en la financiación del Estado social y en la consiguiente redistribución igualitaria. Y se están convirtiendo en unos poderes desbocados, sin freno, que en ausencia de reglas pueden conducirnos a nuevas catástrofes sociales. Frente a dichas muestras de insolidaridad y de ruptura contractual, resulta imprescindible un reforzamiento de las estructuras del Estado social.
Y en España no parece aceptable el discurso de que tendremos que conformarnos con el Estado del bienestar que podamos permitirnos, como advertencia de próximos recortes sociales. El actual desarrollo económico español debiera habernos permitido un Estado social bastante más avanzado, si la presión fiscal existente sobre las rentas más altas no se hubiera situado constantemente a la cola de los países de la UE-15. Por eso nuestros indicadores sociales también se encuentran en la parte inferior en materia de protección por desempleo, estabilidad laboral, pensiones, sanidad, educación, vivienda o ayudas familiares.
Ante este jaque al Estado social, hemos de recordar que nuestro modelo estatal no es una opción partidista, prescindible por razones de oportunidad, sino que representa una seña de identidad normativa en sentido fuerte, de acuerdo con el artículo 1-1 de la Constitución y con la regulación de los derechos fundamentales de carácter social. También un Estado mínimo y abstencionista se ubicaría fuera de la Carta Magna, pues el artículo 9-2 impone a los poderes públicos la obligación de promover las condiciones para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas, así como de remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud.
Sería un error pensar que las conquistas sociales tienen carácter irreversible, como están demostrando los últimos acontecimientos. En palabras de Saint-Exupéry, el futuro no se puede adivinar, pero sí que se puede consentir. No es casualidad que la voz de alarma esencial haya procedido de Stéphane Hessel, una de las pocas personas aún vivas que participaron en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Las fuerzas políticas habrán de decidir si se sitúan junto a minorías influyentes que desean a toda costa acrecentar sus beneficios económicos o al lado de una ciudadanía cada vez más informada que reclama con razón que se profundice en los principios constitucionales igualitarios del Estado social. Puede ser oportuno recordar que el preámbulo de nuestra Constitución establece como objetivo “promover el progreso de la cultura y de la economía para asegurar a todos una digna calidad de vida”.
Ximo Bosch
Magistrado y portavoz territorial de Jueces para la Democracia (JpD)
Público
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