Cuando una/o tiene la extraña perversión
de leer la constitución, una de las primeras cosas que saltan a la vista es la sensación de que habla desde una época ya pasada. Esto se
nota especialmente en las referencias a las cuestiones relacionadas con
las funciones y los poderes de la monarquía. Las constituciones son al
fin y al cabo la materialización de la victoria del poder liberal sobre
el poder monárquico y así, asuntos como los derechos del individuo y la
separación de poderes ocupan un lugar central en los textos
constitucionales. Es como si al leerla, cerrando los ojos, se pudiera
ver al fondo un cuadro del siglo XIX en el que la monarquía y la
burguesía luchan por la hegemonía. Y es como si en la constitución
española se dejasen sentir los ecos lejanos de esta pugna.
Efectivamente, en la constitución española -a pesar de que constitución y
monarquía estén asociadas- uno de los peligros del cual se defiende la
estructura del Estado es del de la amenaza de la intervención de la
corona en los asuntos de gobierno. Sin embargo hoy esta intervención ya
no supone una amenaza real.
Se suele decir que la
constitución española está alineada con los textos surgidos tras el fin
de la Segunda Guerra Mundial. Se suelen citar como influencias la
constitución la italiana de 1947, la ley Fundamental de Bonn de 1949, la
francesa de 1958 y en lo referente a la corona lo recogido en las
constituciones sueca y holandesa; todas ellas resultado de los procesos
acontecidos a lo largo del siglo XIX y principios del XX[1].
El único referente más contemporáneo sería el de la constitución
portuguesa de 1976 en el que se toma el capítulo referido a los derechos
y libertades fundamentales de un talante más actual. Así pues, el
imaginario en el que se apoya el núcleo de la Constitución española de
1978 es el del contexto histórico de la primera mitad del siglo XX.
Pero las cosas han cambiado mucho desde entonces.
Ha cambiado la manera de
entender la política, la manera de desarrollarse la economía, las
maneras de construir vínculos sociales, las expectativas, los horizontes
y las posibilidades de lo común. Han cambiado muchas cosas. Han
cambiado tantas que nuestro texto fundamental tiene dificultades para
dar cuenta de los cambios alcanzados en la primera década del siglo XXI.
Y no solo posee dificultades para dar cuenta de dichos cambios, sino
para proteger a las sociedades, a las instituciones comunes, de unas
amenazas que ya no son las que en otra época fueron. El peligro ya no
está en la intervención de la corona en los asuntos de gobierno.
La financiarización de la
economía y la consolidación de una clase política que imposibilita sus
funciones de representación son dos de las manifestaciones actuales para
las que la Constitución no tiene herramientas de control.
En ambos casos el escenario
actual hunde, en cierta medida, sus raíces en los años setenta. En el
caso económico en el escenario que se abre tras la quiebra del sistema
de Bretton Woods surgido en el término de la Segunda Guerra Mundial y
que se reconfigura en 1971 y con la crisis de 1973 instaurando una
economía basada en el cambio flotante, propicio para la especulación y
la separación de la economía financiera de la economía real. En el caso
de la representación, con la transformación de los partidos políticos en
entidades autónomas dirigidas a un arco electoral cuanto más amplio
mejor y cuyo principal objetivo es el de su propia reproducción.
Las constituciones suelen
establecer sistemas de equilibrio que permitan la convivencia de
diferentes intereses (economía de mercado, planificación, subordinación
de la riqueza al interés general…), pero la constitución no ha previsto
un sistema que ejerza de contrapeso frente a los avances de las
necesidades de la economía financiera. No existe tope. La C78 no tiene
herramientas para hacer frente a los efectos nocivos de una economía
basada en la especulación[2].
La imposibilidad de la
representación tiene que ver con que la estructura de partido ya no es
un medio sino un fin. El corte ideológico y de clase que pudo tener el
proyecto de partido en sus inicios se ha visto sustituido por la
transformación de este en una institución representante de una clase, la
política, con sus intereses y necesidades autónomas. Así, la estructura
de partido hoy tiene como principal objetivo su propia reproducción,
permanecer, subsistir más allá de los múltiples cambios que acontezcan.
Esta necesidad de perpetuación entra en conflicto en no pocas ocasiones
con la función de traslación de la voluntad de sus representados y es
difícil conciliar esta doble naturaleza. Frente a esta contradicción, de
nuevo, la constitución, no presenta absolutamente ninguna herramental
de control.
Y claro, de lo que sí no hay
absolutamente ningún control es de las alianzas que se operan entre el
poder financiero y la clase política, útiles mutuamente para
perpetuarse. Ya vimos cómo los dos partidos mayoritarios se pusieron de
acuerdo para una reforma que primaba las necesidades de los mercados
financieros.
Así pues tenemos una
constitución que tiene como referencias textos de finales de los años
cuarenta cuando el sistema económico y político actual cristaliza en
torno a los años setenta: se podría decir que la constitución formal -el
texto escrito- ha quedado desfasada en relación con la constitución
material -la relación de fuerzas que sostiene el propio pacto formal-.
Estamos pues funcionando con unas reglas que están desfasadas y que, al
no dar cuenta de los cambios operados, nos dejan obviamente en una
desventaja permanente. Por eso es necesario un cambio profundo de reglas
que permita disponer el marco normativo en beneficio de la sociedad, de
todos nosotros. Y como esa transformación es difícil que se opere desde
aquellas instituciones que hay que limitar, el cambio no puede surgir
sino de entre nosotros, junto a quienes están a nuestros lados; con
nuestra capacidad de organizarnos, de decidir y de controlar a quienes
nos representan para que efectivamente lo hagan.
La constitución no es una
ley divina es una construcción, y por lo tanto ha de ser resultado de
las transformaciones que se operan en el seno de las sociedades en las
que se inserta. Decía Thomas Jefferson que debería haber una
constitución para cada generación. En el caso de la del 78 solo las
personas mayores de 53 años han tenido la posibilidad de votarla, lo que
supone que el 70% de la población actual no lo ha hecho. Posiblemente
no haga falta llegar tan lejos, pero sí al menos lo suficiente como para
que el marco fundamental sea modificado tanto si el contexto lo
requiere como si las personas lo demandan.
Y quizás haya llegado el
momento de este cambio, el momento de poner en marcha un proceso cuyo
objetivo no sea cambiar unos por otros, sino el de transformar las
reglas del juego a través de una profundización democrática que tenga
como principal consecuencia que podamos decidir sobre aquellas cosas que
nos afectan y que podamos controlar a aquellos que deciden sobre
aquellas cosas que nos afectan.
Texto de Jazmín, participante en EnRed
Para un análisis más detallado sobre la Constitución y las relaciones de fuerzas que cristaliza:
Las sombras del sistema constitucional español editado por Juan-Ramón Capella (VV.AA):
Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático de Gerardo Pisarello:
Hipótesis Democracia. Quince tesis para la revolución anunciada de Emmanuel Rodríguez:
[1]
Por lo que respecta ala figura de un Tribunal Constitucional, los
modelos italiano y, sobre todo, alemán, se basaron en el diseño llevado a
cabo por Hans Kelsen, formalizado en las Constituciones checa y
austriaca de 1920.
[2]
En el art.47 referido a la vivienda se habla de límites a la
especulación pero al no poseer garantías ese capítulo es como si quedara
sin efecto.
http://madrilonia.org/2013/09/una-constitucion-para-cada-momento-historico/
http://madrilonia.org/2013/09/una-constitucion-para-cada-momento-historico/
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