Entre las muchas leyendas existentes acerca del origen del ajedrez se
encuentra la que lo atribuye al brahmán Susa, o Sissa, que lo ideó con
la intención de reconfortar al rey que había perdido a su hijo en una
batalla. El monarca quedó tan satisfecho con el regalo que prometió
premiar al brahmán con lo que deseara. El astuto inventor hizo una
demanda en apariencia sencilla, colocar granos de trigo en el tablero de
ajedrez de acuerdo con la siguiente cadencia: un grano en el primer
recuadro, dos en el segundo, cuatro en el tercero y así sucesivamente.
El rey quedó sorprendido por el carácter modesto de la petición, pero
más sorprendido quedó aún cuando sus sirvientes al ir a complacer al
brahmán se dieron cuenta de que era imposible. Ni la cosecha obtenida en
diez años al sembrar toda la superficie de la tierra sería suficiente
para conceder lo prometido.
La leyenda, verdadera o falsa, sirve para ilustrar el poder de
transformación que aparece en toda progresión geométrica, un
insignificante grano de trigo al que al principio nadie concede
importancia alguna se convierte al final en una magnitud ingente y casi
inimaginable. El símil es trasladable a la fuerza con la que el dinero
(y con él todo tipo de rentas que no se actualicen) se desvaloriza por
efecto de la inflación. Todos hemos escuchado a nuestras abuelas relatar
la cantidad fabulosa de cosas que hace años se podían realizar con
1.000 pesetas, hoy son seis euros y poco se puede hacer con ellos.
La ilusión monetaria puede hacer de la inflación la forma más segura
de transferencias de rentas de unos colectivos a otros. El ministro de
Economía ha hecho una loa a la no indexación, afirmando que cuanto menor
sea esta, mejor va la economía. Debe referirse a la economía de
algunos, no desde luego a la de los trabajadores que ven cómo su
capacidad adquisitiva empeora año a año, si en la negociación de sus
salarios no se tiene en cuenta (tal como pretenden imponer la Comisión,
el BCE y el propio Gobierno) el incremento de los precios.
El Banco de España -que no es precisamente sospechoso de rojerío-
acaba de afirmar que la reforma laboral no ha servido para crear empleo,
ni siquiera para amortiguar el ritmo de su destrucción, tampoco para
minorar la temporalidad, pero sí para reducir el nivel salarial. En
realidad, esta era la verdadera finalidad que el Gobierno y las
autoridades comunitarias esperaban de ella.
La reforma laboral junto con la no indexación de los salarios
constituyen las dos armas que se están empleando para conseguir la
llamada “deflación interna” que, como alternativa a la devaluación
monetaria (el euro no la permite), se utiliza para recuperar la
competitividad perdida. Existe, sin embargo, una enorme diferencia entre
ambas: mientras la depreciación de la moneda incide por igual sobre
todas las rentas, la deflación interna actúa únicamente sobre los
salarios y, por supuesto, no sobre todos por igual; los consejeros y
directivos de las grandes empresas no solo no han perdido poder
adquisitivo sino que lo han ganado. Es paradójico que el aumento de
competitividad que se pretende obtener a base de empobrecer a los
trabajadores se dilapide mediante la política de Alemania y del BCE
centrada en el mantenimiento de un euro fuerte.
Entre los damnificados en mayor grado se encuentran sin duda los
empleados públicos, a los que desde hace cinco años no solo se les ha
congelado el salario nominal sino que en dos de esos ejercicios se les
ha reducido. Es más, incluso ya antes de la crisis sus retribuciones no
se actualizaban al cien por cien con el incremento del coste de la vida.
Como en el juego del ajedrez, lo que en un solo año parece no tener
demasiada importancia se transforma en un empobrecimiento grave y
progresivo mediante una serie acumulativa en el tiempo. Lo curioso es
que muchas de estas medidas han sido tomadas por ministros que ostentan
la condición de funcionarios; bien es verdad que como no piensan volver a
la administración pública, sino que esperan sentarse en el consejo de
administración de alguna gran empresa o montar su propio chiringuito de
influencias el tema, no les afecta personalmente.
¿Y qué decir de los pensionistas? El proyecto de ley que el Gobierno
acaba de remitir a las Cortes diseña un panorama dantesco para la
tercera edad. Las pensiones, por término medio muy reducidas (el 77% de
los pensionistas cobran en la actualidad menos de 1.000 euros
mensuales), irán sufriendo la erosión acumulativa de la inflación, de
manera que en un plazo relativamente breve la totalidad de los jubilados
se adentrarán en el círculo de la pobreza.
La pensión máxima y la pensión mínima tenderán a converger, pero
lógicamente a los niveles de la pensión mínima, es decir, con el tiempo
el sistema se transformará en una institución casi de beneficencia que
concederá al conjunto de los jubilados un subsidio escaso y que se irá
deteriorando con la inflación. La razón es simple, al estar plafonada en
la actualidad la pensión máxima su cuantía irá perdiendo desde este
mismo momento poder adquisitivo, por lo que cada vez será mayor el
número de pensionistas que ingresen en el sistema cobrando la pensión
“máxima”, una pensión máxima cada vez más deteriorada por la inflación
hasta que sea esta cuantía la que rija para todos los jubilados. Es
decir, llegará un momento en que todos los pensionistas reciban, por
ejemplo, una prestación de 2.100 euros, el problema es que esos 2.100
euros equivaldrán a los 500 de ahora.
El ministro de Hacienda ha declarado que lo que se pretende es
acompasar la actualización de las pensiones a la marcha de la economía,
lo que no es verdad. Ya quisieran eso los pensionistas: que sus
pensiones se renovasen de acuerdo con la evolución de la renta per
cápita (por ejemplo, con la media del incremento de esta magnitud en los
veinte años anteriores). Lo que aparentemente se intenta es indexarlo
tan solo con la marcha de los ingresos de la Seguridad Social, lo que
sin duda conlleva un enorme riesgo.
Pero es que, además, ni siquiera esto es cierto totalmente, puesto
que existen limitaciones claras, la primera es que el índice goza de una
enorme discrecionalidad ya que en la media móvil figuran las
previsiones del Gobierno para los cinco años siguientes sin que se
establezca ninguna corrección en el caso de que existan desviaciones, y
ya sabemos lo que ocurre con las previsiones; la segunda es que los
límites que se establecen por arriba y por abajo son asimétricos, con
respecto a la línea de la neutralidad que sería el incremento del IPC
(ni se pierde ni se gana capacidad adquisitiva). Por muy bien que vaya
la recaudación de la Seguridad Social la única mejora que pueden obtener
los pensionistas sería el 0,25%, mientras que si la economía va mal
perderán el incremento del IPC menos el 0,25%. Hay una gran diferencia.
El Gobierno pretende solucionar el problema del déficit y su
incapacidad para recaudar impuestos (la presión fiscal española es
inferior a la de Grecia, Polonia, Estonia, Portugal, Malta, República
Checa, Chipre, Hungría y Eslovenia) deprimiendo las pensiones y las
retribuciones de los empleados públicos. Teniendo en cuenta que todos
los ingresos del Estado evolucionan (o al menos deberían evolucionar) en
consonancia a como lo hace el PIB monetario,
es decir, están indexados por los precios, la no actualización de los
salarios de los funcionarios y de las pensiones representa una
transferencia de renta de estos colectivos al Estado, o sea, un
impuesto, impuesto bastante inicuo; al igual que la no actualización de
los salarios del sector privado, representa una transferencia de renta
de los trabajadores a otros colectivos, se supone que a las rentas
empresariales y de capital, es decir, un expolio.
Juan Fco Martín Seco
República.com
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