martes, 10 de mayo de 2011

¡Embrutezcámoslos, son más dóciles!

Hace un puñado de años, en un lugar desconocido de un país por descubrir, entre enero y diciembre, a una hora no señalada, se reunieron los líderes del G-20, sus asesores financieros, sus contables, sus sacerdotes y sus programadores culturales. Decidieron llenar el mundo de mierda. ¿No se dan cuenta –dijo el emperador al foro de poderosos- que cuanto peor les tratamos, más nos quieren, que cuantos más disparates hacemos, más nos elogian, que cuanto más recortamos sus derechos y sus conciencias, más aplauden, que cuanto más salvajes somos, más nos respetan? Al carajo con el Estado de Derecho, con las libertades ciudadanas, con la educación pública y laica, con la decencia, con la Declaración de Derechos del Hombre; a tomar por saco con los prejuicios de los moñas que dicen que hay que abolir la pena de muerte y reinsertar a los presos, con las garantías procesales, con las mariconas que se oponen a la tortura, con quienes hablan de educar al pueblo, con los que exigen derechos laborales, sociales y culturales: ¡¡¡Embrutezcámoslos, sólo así lograremos formar un inmenso ejército mundial de sumisos y conformistas que nos besen las manos mientras colocamos la horca sobre su cuello!!!

Creo que por aquel entonces acababa la guerra de Vietnan, disminuían las protestas antibelicistas y los chicos del sesenta y ocho regresaban al redil para hacerse cargo de la gestión de las empresas familiares. Todo lo colectivo comenzó a ser malo, en las películas, en los libros, en la televisión, y se volvió a ensalzar al individuo que lo puede todo con sólo desearlo, tener fuerza y poner empeño, al pez gordo. Apareció Rambo, y él solito comenzó a devorar malos a la misma velocidad que una cosechadora se traga las mazorcas en un campo de maíz. El hombre, que hasta entonces lo había conseguido todo codo con codo, hombro con hombro, empezaba a convertirse de nuevo en enemigo de su hermano, en alguien que esgrimía como principal prueba de su valía y de su amistad con Dios, su riqueza, su capacidad para acumular dólares del modo que fuese. Comenzaba una nueva división social, arriba los que valían y habían subido a lo más alto por sí mismos, “sin la ayuda de nadie”; abajo, los que no habían sido emprendedores ni habían tenido la ambición necesaria para bañarse en oro, personas que nada aportaban al Olimpo de los elegidos y andaban todo el día dando la murga con los derechos de los demás y otras melindres. Desapareció la Unión Soviética burocratizada y artrítica, con ella el riesgo de contagio de lo que un día fue la gran ilusión. Llegó el consumismo y la dispersión, cada cristiano occidental tenía derecho a comerse la parte del pastel que aguantasen sus intestinos y a tirar a la basura el excedente. Todos fuimos ricos por un día, el dinero salía a borbotones de entre las piedras más altas para diluirse al llegar a los valles dónde, ávida, la gente esperaba agarrar, a codazos y dentelladas, su pequeña porción. Nos habíamos convertido en superhombres, ni siquiera nos frenaba el antiguo miedo a los infiernos, mucho menos nuestra conciencia aguada ni la necesidad de quienes, incapaces, no habían sabido colocarse en el sitio justo a la hora precisa. Casi todos invertíamos en bolsa, se hablaba del capitalismo popular, de que nada era tan democrático como una sociedad anónima, de las bondades de un sistema que permitía hacerse rico a los más bestias de cada lugar, del precio justo, de la inutilidad del Estado y de esos burócratas que sólo se dedicaban a hacernos la vida imposible con sus papeles y sus legalidades. Dejamos de ser nosotros y nuestras circunstancias, para ser –o creer ser- sólo nosotros, yo, infinito yo narcisista que todas las mañanas contemplaba como se le caía el pelo al mismo tiempo que aumentaba su panza y sus ingresos derivados de la especulación y la explotación.

Después, les salvamos de la ruina en la que nos metieron invirtiendo, sin preguntárnoslo, lo que no teníamos, y lejos de agradecérnoslo, nos dijeron que les debíamos lo que les habíamos dado, amenazándonos mientras callábamos cabizbajos, con pasarnos del vientre de nuestra madre a las entrañas de la tierra sin intermediación alguna. Y dejamos de tomar la sagrada forma pero la forma se convirtió en sagrada mientras los orates nos trataban como otarios desde las televisiones públicas, las privadas y los cientos de tedetés nacidas para matar desde los santuarios de aquellos parientes lejanos de los que creíamos habernos separado cuando bajamos del árbol. Y apareció Belén Esteban como nueva Palas Atenea, y Sotres, Polaino, Dragó, Ramírez, Jorge Javier, Albiac, Terctsch, la duquesa, Peñafiel, Lozano, Aznar, Cantizano, Aguirre, Camps, Matamoros, Pantoja y la franca como nuevos dioses de las hordas, cada vez más convencidas de que, dado que la política es una mierda, mejor entregar todo el poder a los franquistas neocon, ¡qué más da, son todos iguales! Enfrentamos a la Virgen de la Almudena con la de Montserrat, y convertimos en seres celestiales a Florentino y a Sandro, a Ronaldo y a Messi, mientras la casa se nos caía encima, sin rechistar. Y vimos como mataban a cientos de miles de personas por petróleo en Irak, como colgaban ante las cámaras a un antiguo colega con barba, y nos fuimos a Afganistán a proteger lo que era nuestro y no de sus dueños. Y fuimos incapaces de organizarnos y salir a la calle para defender la libertad, para impedir que el juez que quiso juzgar la atrocidad franquista, siga siendo el único procesado en esa causa, para negarnos a ser cómplices de tanta muerte, para defender los derechos que tanta sangre costaron a nuestros abuelos, para decir que ningún Estado, ni siquiera el del Emperador negro en el que tantas esperanzas depositaron tantos, puede torturar para sacar confesiones desde una bañera llena de mierda y electrodos, que no se puede matar a un terrorista desarmado sin convertirte tú mismo en un asesino peor que todos los asesinos, que no podemos renunciar al Estado de Derecho, a las garantías procesales, a la presunción de inocencia.

Y nadie dijo no, y nadie alzó la voz, y nadie se rasgó las vestiduras, y nadie dijo: Hasta aquí habéis llegado, no sabéis lo que significa la palabra democracia, la habéis vaciado de contenido, sobráis, buscad otro planeta. Los diarios nos regalaban baterías de cocina y delantales con el escudo de nuestro equipo favorito, vitoreábamos al Jesús del Gran Poder, a la Moreneta, a Santiago Matamoros y a San Fermín pedimos. Brutos, cada vez más brutos, perdimos el norte de nuestras vidas, dejamos los asuntos públicos en manos de corsarios, hipotecamos el futuro de nuestros hijos y contemplamos, sin la menor mueca de asombro, como quienes con sus políticas económicas salvajes nos hundieron en la miseria, recibían el voto masivo del pueblo en municipios, comunidades autónomas y gobierno para entregar hospitales públicos a constructoras arruinadas, para instalar el copago sanitario, para crear una sanidad para ricos y otra para pobres, para confiar la educación de nuestros menores a frailes y monjas, para entregar las pensiones a los banqueros y aseguradoras que nos metieron en este callejón, para volver al ojo por ojo y diente por diente, para llenar los Parlamentos de diputados y senadores similares al caballo de Calígula, dispuestos a pisotearnos y a decirnos una y otra vez que los ricos no van a la cárcel, que los estafadores no van a la cárcel, que el código penal se hizo para los pobres y el civil para los ricos, que no hay más camino que el que marca el pez gordo. Y sonreímos en el patíbulo, como sólo los brutos lo pueden hacer, con la risa del idiota que no sabe por qué se ríe, con la risa del que hace tiempo que dejó de saber que sólo, un hombre no es nadie, pero que unido a otros, lo es y lo puede todo.

Ahora, mientras leo con cierto detenimiento las últimas encuestas del CIS, veo en la televisión como un Rambo negro mata a un barbudo desarmado en Pakistán siguiendo el mandato de Hammurabi y del Dios de la zarza. Pasan cinco millones de parados por mi puerta con una pegatina de Mariano Rajoy mientras se oyen los pitorrazos de la concentración de Ferraris y Bugatis que hay un poco más allá. Y me pregunto, con una botella de vino, comiendo una ristra de morcillas y fumando una cajetilla de ducados que me avisa de mi próxima muerte, ¿quién se ha encargado de quitar el alma al pueblo? ¿Quién se ha encargado de la educación del pueblo? ¿Dónde están los mínimos conocimientos humanísticos que debe tener todo ciudadano para discernir lo bueno de lo malo y lo malo de lo peor? ¿Para qué tanta tecnología, tanta telemierda? ¿Cuándo nos convertimos en brutos y serviles? ¿Cuándo olvidamos que el Estado de Derecho está por encima de la razón de Estado, que la razón de Estado por sí sola nos convierte a todos en presuntos delincuentes y es la madre del nuevo fascismo? Y sólo hayo una respuesta, cuando dejamos de pensar por nosotros mismos y en los demás. Hace ya mucho tiempo, aunque entre la multitud, he visto pasar a unos cuantos que con un martillo neumático van rompiendo el hormigón y en los huecos, plantan árboles. Llevan monos azules, y en sus espaldas un letrero: ¡¡¡Hasta aquí habéis llegado, cabrones!!!

Pedro L. Angosto
Rebelión


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