En Mozambique, empresas brasileñas y japonesas están haciendo
prospecciones de tierras en la zona conocida como Corredor de Nacala
para llevar a cabo en 14 millones de hectáreas una agricultura
industrial de cultivos que alimentarán a las multinacionales de la venta
de piensos para animales o agrocombustibles para camiones. En la
República Dominicana, la población se manifiesta ante la embajada de
Canadá para detener la mina a cielo abierto que busca oro en Pueblo
Viejo; a la gente campesina les preocupa la contaminación con cianuro de
sus tierras. La biodiversidad agrícola argentina en pocas décadas se ha
convertido en un monocultivo de soja que, en manos de pocos
terratenientes, es un fabuloso negocio para engordar la ganadería
europea. Y ahora, en Cataluña, como en otros muchos lugares, afloran las
intenciones de perforar el territorio rural en la búsqueda de cuatro
gotas del gas denominado de esquisto.
Los intereses de la agroexportación, los cultivos energéticos, la minería o el fracking
los podemos interpretar como un verdadero asalto de las grandes
corporaciones del planeta para hacerse con los bienes naturales y
colectivos. En todos estos casos estamos hablando de tres elementos
comunes: acaparar grandísimas extensiones de tierra fértil y cultivable;
controlar las grandes cantidades de agua que éstas esconden y que son
necesarias para su cultivo o para la extracción de los minerales o del
gas; y, con la tierra y el agua en sus manos, usarlas con tanta
agresividad que, con total seguridad, llevarán al agotamiento y muerte
de dos recursos, antes renovables y siempre vitales.
Es en este marco de ‘un acaparamiento global de tierras’ que hemos de entender las propuestas de fracking,
donde se enfrentan frente a frente dos modelos civilizatorios. El
actual, un capitalismo que exigiendo un crecimiento perpetuo para
incrementar la acumulación de capital, entiende la tierra y el
territorio como un recurso más que quemar antes de asumir su quiebra,
visible en forma de crisis multidimensional y, por otro lado, un nuevo
paradigma que sabe y defiende que la tierra y el agua como bienes
comunes no están a la venta porque no son de nadie, pertenecen a todo un
pueblo y sus futuras generaciones.
Hechas estas consideraciones globales, ¿a quién, en particular, afecta el fracking?
Las denuncias que nos llegan de los EEUU y Canadá son claras, afecta a
las tierras rurales y por lo tanto a la agricultura y campesinado,
sectores siempre olvidados. Las fuentes de agua para los cultivos
cercanos a pozos de fracking disminuyen peligrosamente y llegan
contaminadas de tóxicos que beben su ganado o riegan sus cultivos; las
propias perforaciones, las carreteras y conducciones que las comunican
son tierras que pierden su dedicación agraria; llegan elementos tóxicos
también a la tierra cultivable afectando la vida animal y vegetal; e
incluso se observan efectos negativos en el ganado por convivir con un
terrible ajetreo de maquinaria y camiones… Es decir, en la medida que en
Cataluña se perforen pozos, lo que conseguiríamos sería, por un lado,
profundizar en las dificultades de tener un territorio rural vivo, con
población activa en la agricultura o en la transformación de alimentos,
cuidando el paisaje, etc. y, por otro, profundizar en nuestra ya
delicada vulnerabilidad alimentaria (el 60% de nuestra comida no lo
produce nuestro campesinado, llega del exterior).
Frente a estos ataques corporativos por las tierras está surgiendo
también una respuesta global que reivindica una misma expresión, la
defensa de la Soberanía del pueblo. Como los movimientos a favor de la
agricultura local y ecológica que están llevando gente joven a los
pueblos para trabajar la tierra y reconstruir masías abandonadas; los
movimientos que declaran sus territorios libres de minería, fracking o
de cultivos transgénicos; o las luchas históricas por la justa
redistribución de las tierras y la reforma agraria. ¿No es esta lucha un
reflejo de la voluntad de los pueblos por recuperar su Soberanía?
Ningún pueblo que se quiera libre y soberano lo será si no asegura,
en primer lugar, la soberanía de su tierra, es decir, el derecho que
tiene la población al acceso efectivo de la tierra, al usufructo de ella
y a su control, entendiéndola como un bien común del que somos parte, y
que tenemos que preservar como territorio y como paisaje. Y para lo
cual solamente hay una fórmula válida: priorizar la tierra para quienes
cultiven amorosamente nuestra comida, asegurando el mayor de los
beneficios y la más grande de las ganancias: la reproducción de la vida.
No aceptamos pues ni una sola prospección de fracking, porque como han dicho en el pequeño pueblo de Riudaura, ‘mejor vivos que fósiles’.
Gustavo Duch
Coordinador revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas
Coordinador revista Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas
Alainet
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