domingo, 17 de marzo de 2013

Juventud encadenada

Ser joven implica estar inmerso en un proceso vital que transcurre entre la infancia y la edad adulta; entre la escuela y el mundo laboral; entre la familia en que uno ha nacido y la emancipación; entre los sueños de un futuro impreciso y el encasillamiento en la cotidianidad de la edad media. Es un tiempo de aprendizaje, de experimentación, de cambio, también de frustraciones, de renuncias, de elecciones. Una etapa que el cambio económico y social propiciado por el desarrollo del capitalismo maduro ha alterado en sus modos y su duración. Aunque las historias personales de cada cual pueden diferir enormemente, el modelo dominante hasta finales de los años sesenta fijaba el final de la juventud antes de los veinticinco años. Cuando una gran parte de la gente había culminado su proceso de educación-formación, se había entrado en el mercado laboral (especialmente los jóvenes de sexo masculino) y en bastantes casos se había contraído matrimonio. En las cinco últimas décadas, este proceso se ha prolongado considerablemente y las experiencias se han diversificado. Las causas que han provocado este cambio son diversas: prolongación del proceso de educación formal, cambios en la estructura familiar, consumismo, cambios en las relaciones entre los sexos... y, cómo no, transformaciones del modelo laboral. Hoy en día incluso los análisis estadísticos tienden a considerar jóvenes a las personas hasta los treinta años de edad. Pero, en todo caso, persiste la condición de tránsito que siempre ha caracterizado a la vivencia de la edad joven.

Desde siempre, en el plano laboral este tránsito ha dado lugar a una posición de fragilidad, con la formación de figuras laborales específicas: aprendices, becarios, meritorios, botones... Una situación que se justifica por la presunta existencia de un proceso formativo. También desde siempre, la juventud es uno de los grupos que experimenta con mayor intensidad las caídas de empleo en las recesiones. Hay dos mecanismos básicos que explican esta incidencia más acusada. El primero actúa de forma casi automática: cuando la coyuntura se tuerce, las empresas dejan de contratar nueva mano de obra (siempre es más fácil y menos traumático dejar de contratar que despedir), lo que corta de raíz el acceso al empleo a quienes están ingresando en el mercado laboral. El segundo es que, al ocupar puestos de trabajo menos consolidados, son firmes candidatos a perder el empleo cuando las cosas empiezan a ir mal. Las transformaciones productivas de los últimos años han acrecentado la importancia de estos empleos precarios juveniles, e incluso es visible que existe un segmento de actividades en las que mayoritariamente se emplea a jóvenes: tiendas de moda, restaurantes de comida rápida, actividades de ocio, etc. Su presencia se explica en parte por la forma en que están diseñados estos negocios, la imagen que la empresa quiere ofrecer, la relación con la clientela... Pero tiene también mucho que ver con la plasticidad, la disponibilidad y el bajo precio de esta mano de obra. Las mismas transformaciones que han propiciado el alargamiento de la vida juvenil proporcionan las condiciones de esta adaptabilidad de los jóvenes a las demandas del capital.

La combinación de pulsiones consumistas y soporte familiar convierte a la juventud en un ejército de reserva adaptable a empleos con pequeños ingresos, de corta duración, inestables, puesto que, si bien estos no les permiten cubrir sus necesidades vitales, les garantizan el acceso a los bienes de consumo que exige su particular estatus social. Hay una clara conexión, al menos en España, entre esta situación y la prolongación de la edad de emancipación. Por otro lado, el proceso formativo al que se encuentran sometidos da lugar a una trayectoria laboral paradójica en que la precariedad es la norma. Por un lado, cuanto más largos son los procesos formativos (y muchos se han prolongado ostensiblemente), más probable es que los mismos incorporen situaciones de precariedad laboral en grados diversos, desde el becario universitario al estudiante en prácticas, pasando en algunas profesiones por la experiencia del trabajo gratuito como puerta de entrada a una improbable carrera profesional (el vocablo meritorio, hoy en desuso, define bien esta situación, la de un no-empleado, la del que hace méritos para llegar a algo). En muchos casos, estos “empleos formativos” se combinan con los “empleos alimenticios” no formativos en actividades en las que también concurren jóvenes sin un alto nivel de educación formal. Evidentemente, los jóvenes se diferencian unos de otros por muchas razones —sexo, origen nacional, nivel educativo y clase social—, y por tanto la forma en que suceden estos procesos es diversa. Para la juventud de bajo nivel educativo y origen obrero, el modelo predominante es el del empleo en estos segmentos juveniles de los servicios (o durante mucho tiempo, solo para los chicos, la construcción). Para los jóvenes con estudios, su presencia en el mercado de empleos juveniles de bajo nivel está en proporción inversa al estatus social de sus familias, del mismo modo que entre ellos podemos encontrar importantes diferencias en el proceso de “meritoriaje”: los más ricos son los que tienen mayores posibilidades de alargar su proceso formativo (incluidas estancias en el exterior), de llevar a cabo una promoción mejor organizada, de establecer relaciones que les permiten entrar en los lugares adecuados. Esta combinación de consumismo, precariedad laboral y carrera competitiva individual (fuertemente interiorizada, especialmente entre las personas con mayor éxito educativo) constituye, en dosis diversas, el modelo dominante de empleo juvenil. 

La crisis ha resultado devastadora para este modelo. La destrucción masiva de empleos, primero en la construcción y posteriormente en otros sectores, ha dejado sin expectativas laborales a miles de jóvenes, si bien las cifras del paro juvenil están infravaloradas porque una parte de estas personas han dejado de buscar empleo (han vuelto a la escuela o simplemente pululan por la vida como pueden), pasando a la categoría de “inactivos”. Los recortes del gasto público han cercenado a la vez muchas de las posibles carreras de la gente con estudios, pero también las oportunidades de empleo o reciclaje educativo del resto. La vieja ilusión de las distopías del consumismo y la gloriosa carrera profesional ha desembocado en la pesadilla del “no hay empleo”, “emigra como puedas”, “aguanta hasta que la economía se recupere”. Aun así, el drama va por barrios y unos son mejor tratados que otros. Para unos el estigma de los “ni-nis” está siempre presente y les rebaja a basura social (se prefigura una imagen de vagos, inútiles, inempleables...), mientras que para otros se sigue manteniendo el espejismo del “mejor preparados que nunca”, aunque ahora este epíteto autocomplaciente se traduce en “búscate la vida en otra parte porque aquí tu preparación no sirve de nada” o “hazte emprendedor y créate tu propio empleo”.

Parece claro que una sociedad decente no puede tolerar que millones de jóvenes no tengan un empleo digno ni perspectivas de encontrarlo, y que cualquier programa de acción debe tratar de dar respuestas a esta juventud que ahora percibe un horizonte negrísimo. Y esto es lo que ha entendido hasta el Partido Popular, que en el último debate del Estado de la nación ha presentado como medida estrella un nuevo programa de empleo juvenil; un programa que, sin embargo, no aporta ninguna novedad esencial: solo ahonda en los mismos defectos que la reforma laboral del año pasado, que la enmienda a peor. Porque lo único que ofrece el PP es más de lo mismo, tanto en materia de generosísimas subvenciones a las empresas contratantes como nuevas modalidades de precarización laboral, con contratos temporales generalizados y la posibilidad de encadenar diferentes formas de contratación precaria (en prácticas y en formación). Un modelo que condena a la gente de menos de treinta años a una precariedad completa (con efectos para el resto de su vida laboral) y que constituirá un verdadero proceso de “aprendizaje” en la sumisión y la miseria con vistas a la edad adulta (siempre que no se prolongue en el futuro la edad para ser considerado joven).

Lo falaz es considerar que los problemas laborales de los jóvenes son fruto de su condición de tales. Son, en cambio, problemas generados por las debilidades y los fallos de la estructura productiva, las políticas macroeconómicas y la ausencia de un planteamiento social que promueva una economía adaptada a las necesidades de la gente. El consumismo y la competitividad individualista han contribuido a minar las ideas de un empleo digno para una vida digna y han atrapado a los jóvenes en una visión del mundo que se ha mostrado fracasada. El problema del desempleo juvenil no puede afrontarse haciendo hincapié en su condición juvenil. Exige, en cambio, transformaciones económicas que garanticen una vida aceptable a todo el mundo, que adecuen la actividad laboral, los procesos formativos y la vida cotidiana en un planteamiento coherente. Para salir de la trampa de más precariedad para combatir el paro juvenil, debemos desarrollar propuestas macro y microeconómicas, de reorganización productiva y de las condiciones de vida, capaces de romper el encadenamiento a la lógica del trabajo precario y el desempleo.

Albert Recio Andreu
Mientras Tanto

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