Ser joven implica estar inmerso en un proceso vital que transcurre
entre la infancia y la edad adulta; entre la escuela y el mundo laboral;
entre la familia en que uno ha nacido y la emancipación; entre los
sueños de un futuro impreciso y el encasillamiento en la cotidianidad de
la edad media. Es un tiempo de aprendizaje, de experimentación, de
cambio, también de frustraciones, de renuncias, de elecciones. Una etapa
que el cambio económico y social propiciado por el desarrollo del
capitalismo maduro ha alterado en sus modos y su duración. Aunque las
historias personales de cada cual pueden diferir enormemente, el modelo
dominante hasta finales de los años sesenta fijaba el final de la
juventud antes de los veinticinco años. Cuando una gran parte de la
gente había culminado su proceso de educación-formación, se había
entrado en el mercado laboral (especialmente los jóvenes de sexo
masculino) y en bastantes casos se había contraído matrimonio. En las
cinco últimas décadas, este proceso se ha prolongado considerablemente y
las experiencias se han diversificado. Las causas que han provocado
este cambio son diversas: prolongación del proceso de educación formal,
cambios en la estructura familiar, consumismo, cambios en las relaciones
entre los sexos... y, cómo no, transformaciones del modelo laboral. Hoy
en día incluso los análisis estadísticos tienden a considerar jóvenes a
las personas hasta los treinta años de edad. Pero, en todo caso,
persiste la condición de tránsito que siempre ha caracterizado a la
vivencia de la edad joven.
Desde siempre, en el plano laboral este tránsito ha dado lugar a una
posición de fragilidad, con la formación de figuras laborales
específicas: aprendices, becarios, meritorios, botones... Una situación
que se justifica por la presunta existencia de un proceso formativo.
También desde siempre, la juventud es uno de los grupos que experimenta
con mayor intensidad las caídas de empleo en las recesiones. Hay dos
mecanismos básicos que explican esta incidencia más acusada. El primero
actúa de forma casi automática: cuando la coyuntura se tuerce, las
empresas dejan de contratar nueva mano de obra (siempre es más fácil y
menos traumático dejar de contratar que despedir), lo que corta de raíz
el acceso al empleo a quienes están ingresando en el mercado laboral. El
segundo es que, al ocupar puestos de trabajo menos consolidados, son
firmes candidatos a perder el empleo cuando las cosas empiezan a ir mal.
Las transformaciones productivas de los últimos años han acrecentado la
importancia de estos empleos precarios juveniles, e incluso es visible
que existe un segmento de actividades en las que mayoritariamente se
emplea a jóvenes: tiendas de moda, restaurantes de comida rápida,
actividades de ocio, etc. Su presencia se explica en parte por la forma
en que están diseñados estos negocios, la imagen que la empresa quiere
ofrecer, la relación con la clientela... Pero tiene también mucho que
ver con la plasticidad, la disponibilidad y el bajo precio de esta mano
de obra. Las mismas transformaciones que han propiciado el alargamiento
de la vida juvenil proporcionan las condiciones de esta adaptabilidad de
los jóvenes a las demandas del capital.
La combinación de pulsiones consumistas y soporte familiar convierte a
la juventud en un ejército de reserva adaptable a empleos con pequeños
ingresos, de corta duración, inestables, puesto que, si bien estos no
les permiten cubrir sus necesidades vitales, les garantizan el acceso a
los bienes de consumo que exige su particular estatus social. Hay una
clara conexión, al menos en España, entre esta situación y la
prolongación de la edad de emancipación. Por otro lado, el proceso
formativo al que se encuentran sometidos da lugar a una trayectoria
laboral paradójica en que la precariedad es la norma. Por un lado,
cuanto más largos son los procesos formativos (y muchos se han
prolongado ostensiblemente), más probable es que los mismos incorporen
situaciones de precariedad laboral en grados diversos, desde el becario
universitario al estudiante en prácticas, pasando en algunas profesiones
por la experiencia del trabajo gratuito como puerta de entrada a una
improbable carrera profesional (el vocablo meritorio, hoy en
desuso, define bien esta situación, la de un no-empleado, la del que
hace méritos para llegar a algo). En muchos casos, estos “empleos
formativos” se combinan con los “empleos alimenticios” no formativos en
actividades en las que también concurren jóvenes sin un alto nivel de
educación formal. Evidentemente, los jóvenes se diferencian unos de
otros por muchas razones —sexo, origen nacional, nivel educativo y clase
social—, y por tanto la forma en que suceden estos procesos es diversa.
Para la juventud de bajo nivel educativo y origen obrero, el modelo
predominante es el del empleo en estos segmentos juveniles de los
servicios (o durante mucho tiempo, solo para los chicos, la
construcción). Para los jóvenes con estudios, su presencia en el mercado
de empleos juveniles de bajo nivel está en proporción inversa al
estatus social de sus familias, del mismo modo que entre ellos podemos
encontrar importantes diferencias en el proceso de “meritoriaje”: los
más ricos son los que tienen mayores posibilidades de alargar su proceso
formativo (incluidas estancias en el exterior), de llevar a cabo una
promoción mejor organizada, de establecer relaciones que les permiten
entrar en los lugares adecuados. Esta combinación de consumismo,
precariedad laboral y carrera competitiva individual (fuertemente
interiorizada, especialmente entre las personas con mayor éxito
educativo) constituye, en dosis diversas, el modelo dominante de empleo
juvenil.
La crisis ha resultado devastadora para este modelo. La destrucción
masiva de empleos, primero en la construcción y posteriormente en otros
sectores, ha dejado sin expectativas laborales a miles de jóvenes, si
bien las cifras del paro juvenil están infravaloradas porque una parte
de estas personas han dejado de buscar empleo (han vuelto a la escuela o
simplemente pululan por la vida como pueden), pasando a la categoría de
“inactivos”. Los recortes del gasto público han cercenado a la vez
muchas de las posibles carreras de la gente con estudios, pero también
las oportunidades de empleo o reciclaje educativo del resto. La vieja
ilusión de las distopías del consumismo y la gloriosa carrera
profesional ha desembocado en la pesadilla del “no hay empleo”, “emigra
como puedas”, “aguanta hasta que la economía se recupere”. Aun así, el
drama va por barrios y unos son mejor tratados que otros. Para unos el
estigma de los “ni-nis” está siempre presente y les rebaja a basura
social (se prefigura una imagen de vagos, inútiles, inempleables...),
mientras que para otros se sigue manteniendo el espejismo del “mejor
preparados que nunca”, aunque ahora este epíteto autocomplaciente se
traduce en “búscate la vida en otra parte porque aquí tu preparación no
sirve de nada” o “hazte emprendedor y créate tu propio empleo”.
Parece claro que una sociedad decente no puede tolerar que millones
de jóvenes no tengan un empleo digno ni perspectivas de encontrarlo, y
que cualquier programa de acción debe tratar de dar respuestas a esta
juventud que ahora percibe un horizonte negrísimo. Y esto es lo que ha
entendido hasta el Partido Popular, que en el último debate del Estado
de la nación ha presentado como medida estrella un nuevo programa de
empleo juvenil; un programa que, sin embargo, no aporta ninguna novedad
esencial: solo ahonda en los mismos defectos que la reforma laboral del
año pasado, que la enmienda a peor. Porque lo único que ofrece el PP es
más de lo mismo, tanto en materia de generosísimas subvenciones a las
empresas contratantes como nuevas modalidades de precarización laboral,
con contratos temporales generalizados y la posibilidad de encadenar
diferentes formas de contratación precaria (en prácticas y en
formación). Un modelo que condena a la gente de menos de treinta años a
una precariedad completa (con efectos para el resto de su vida laboral) y
que constituirá un verdadero proceso de “aprendizaje” en la sumisión y
la miseria con vistas a la edad adulta (siempre que no se prolongue en
el futuro la edad para ser considerado joven).
Lo falaz es considerar que los problemas laborales de los jóvenes son
fruto de su condición de tales. Son, en cambio, problemas generados por
las debilidades y los fallos de la estructura productiva, las políticas
macroeconómicas y la ausencia de un planteamiento social que promueva
una economía adaptada a las necesidades de la gente. El consumismo y la
competitividad individualista han contribuido a minar las ideas de un
empleo digno para una vida digna y han atrapado a los jóvenes en una
visión del mundo que se ha mostrado fracasada. El problema del desempleo
juvenil no puede afrontarse haciendo hincapié en su condición juvenil.
Exige, en cambio, transformaciones económicas que garanticen una vida
aceptable a todo el mundo, que adecuen la actividad laboral, los
procesos formativos y la vida cotidiana en un planteamiento coherente.
Para salir de la trampa de más precariedad para combatir el paro
juvenil, debemos desarrollar propuestas macro y microeconómicas, de
reorganización productiva y de las condiciones de vida, capaces de
romper el encadenamiento a la lógica del trabajo precario y el
desempleo.
Albert Recio Andreu
Mientras Tanto
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