“La revolución es la guerra de la
libertad contra sus enemigos: la Constitución es el régimen de la
libertad victoriosa y apacible”
Robespierre, 25 de diciembre de 1793, discurso en la Convención
Parece que el modelo político y económico español se resquebraja. La
alianza entre las fuerzas renovadoras del franquismo y los partidos y
formaciones de la oposición, que dio paso a la Constitución de 1978,
está llegando a su fin. Algunos de los problemas resueltos con prisa de
huracán o peor aún, silenciados, reaparecen: auge del nacionalismo
periférico y reacción del centralismo (castizo) español; supeditación de
la organización política y social a la economía de mercado y sus
intereses financieros; pérdida real del valor de la soberanía popular en
beneficio de grupos de presión, revisionismo histórico, supresión de
derechos adquiridos y merma sustancial de la protección que conlleva el
estado del bienestar, entre otros. En este contexto, miles de ciudadanos
están reclamando, en foros y asambleas, un nuevo pacto constitucional,
es decir, el inicio de un proceso constituyente que finalice con la
elección de Cortes Constituyentes y la redacción de una nueva Carta
Magna que recoja las aspiraciones y anhelos de una ciudadanía moderna,
hija de las identidades múltiples del siglo XXI: una república
democrática. Ejecutado en la guillotina el 28 de julio (10 Termidor) de
1794, cerca de Errancis, junto con Saint-Just y veinte revolucionarios
más, resulta sorprendente comprobar cómo hoy, más de dos siglos después,
la cabeza política de Robespierre -el hombre, junto con el Comité de
Salud Pública, que consolidó la Revolución francesa de 1789, salvando
los progresos y logros de la República y su esencia democrática- sigue
vagando, malherida, vilipendiada, cubierta de cal, por las cloacas de la
Historia (neoliberal) cuando debería ser un referente, europeo y
solidario, en tiempos de pánico institucional y zozobra ética.
La crisis financiera que arrancó el verano de 2007 está produciendo un
bloqueo democrático tanto en los órganos de gobierno, centros locales de
toma de decisiones, como en la vida de la comunidad. La libertad y la
igualdad, pilares del sistema, están siendo amenazadas por la
prevalencia de un supuesto estado de necesidad universal, estado de
excepción permanente, por usar la fórmula de G. Agamben, al cual se
supeditan todas las aspiraciones de transformación y progreso: “ahora no
es el momento”, repiten, mantra de hielo, las instancias superiores.
Hasta Juan Carlos I, Rey de España, bisagra entre la católica dictadura
militar y la democracia (no es necesario recordar que juró cuantas
legislaciones le pusieron delante), entra en escena pidiendo, exigiendo,
unidad de acción (unidad de destino) y una devota adhesión
inquebrantable al Gobierno, en este caso del PP -hubiera sido igual con
el PSOE- frente a la trascendencia del desplome financiero global. Al
mismo tiempo, una parte significativa de la población, los más
desfavorecidos (parados, trabajadores con salarios bajos, precarizados,
pensionistas, mujeres, jóvenes sin futuro), expresa su malestar siendo
reprimida por el ejecutivo nacional y por los pintorescos gobiernos
autónomos. Manifestaciones, ocupaciones del espacio público y demás
actos cívicos de protesta -excesos y provocaciones al margen, que han
existido siempre en la confrontación política- son percibidos como un
ataque frontal a las instituciones democráticas que se defienden -mandan
las superestructuras económicas- con la policía. Parece que la política
de los políticos (y sus zafiedades), haya suplantado a la política de
los ciudadanos (y sus deseos). “Cuando el gobierno viola derechos, la
insurrección es para el pueblo, y para cada sector del pueblo, el más
sagrado e indispensable de los deberes”, se recoge en el proyecto de
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1793,
superador del canónico texto de 1789 (que ya reconocía, por cierto, “el
derecho a resistir a la opresión”).
Sometido a
instancias supranacionales -una falaz cesión de soberanía que no ha sido
refrendada por la mayoría de los estados miembros de la Unión Europea-
el gobierno electo acata dictados contrarios al bienestar y desarrollo
integral de la mayoría social, es decir, gobierna contra su pueblo,
escuchando más a las instituciones financieras mundiales (FMI, BM) que a
su propio cuerpo electoral. Cuando el sistema de garantías creado por
la Constitución de 1978 es incapaz de impedir o, cuando menos, frenar el
deterioro del consenso y la armonía social, urge un cambio de modelo,
acorde con las legítimas demandas de una ciudadanía plural, la multitudo
spinozista, que “siente e interpreta” las reivindicaciones de una forma
distinta a la conocida hasta la fecha (heredera del siglo XIX), y que
expresa su disconformidad -desde el fenómeno del 15M hasta los
movimientos que propugnan una entrada pacífica en el Congreso de los
Diputados- con procedimientos novedosos. La senda constitucional abierta
en 1978, que ha permitido recorrer, no sin cierto éxito, una parte del
camino de la dictadura -pese a las infinitas secuelas psicológicas y
sociales- a la democracia de mercado, parece que llega a una vía muerta.
Los partidos mayoritarios -maquinarias de perpetuación de castas o
“clase extractiva”, según terminología (liberal) de moda- se están
mostrando incapaces para resolver la crisis e impedir el deterioro de la
calidad democrática, y viven este “desbordamiento” democrático, “que
no, que no nos representan”, bien con el temor a una pérdida de apoyo
electoral (PP), bien como drama psicológico de espera beckettiana
(PSOE), cuando sólo debería ser entendido, si interpretaran la realidad
con lupa demoscópica, como una llamada de atención emocional, una
petición de principio o natural evolución, acorde con la sorprendente
naturaleza individual de la vida tecnológica y consumista (la metástasis
del sistema-mundo capitalista creado a raíz de los acuerdos de Bretton
Woods, 1944), donde la política, la sociedad y las relaciones laborales
están mutando, sin saber bien hacia dónde, ni con qué fin, a velocidad
de vértigo. Robespierre, el 10 de mayo de 1793, ante la Convención,
teoriza la radicalidad democrática, eso que ahora se denomina
“desbordamiento”, fijando los principios de acción y el tempo
revolucionario: “Un pueblo cuyos mandatarios no deben dar cuenta de su
gestión a nadie no tiene Constitución. Un pueblo cuyos mandatarios sólo
rinden cuentas a otros mandatarios inviolables, no tiene Constitución,
ya que depende de éstos traicionarlo impunemente y dejar que lo
traicionen los otros. Si éste es el sentido que se le confiere al
gobierno representativo, confieso que adopto todos los anatemas
pronunciados contra él por Jean-Jacques Rousseau.” La argumentación de
Robespierre, tomada de sus Discursos, editados con el título Por la
felicidad y por la libertad (2005), elegante hasta en su formalidad
literaria, parece escrita para momentos de déficit de soberanía y vacío
de poder. Su reflexión es una mirada limpia al poder constituyente:
hacia una estructura firme pero flexible, reticular, que impida, por
inoperancia o miedo, la parálisis del sistema nervioso central del
Estado. ¿Qué es legítimo hacer cuando los gobernantes dan la espalda a
una parte, numerosa, del cuerpo electoral, y reaccionan solo ante las
exigencias de las oligarquías financieras? Como sostiene Georges Labica,
por debajo del pensamiento de Robespierre discurre una “política de la
filosofía”.
La democracia o es virtuosa, justa y
excelsa hasta el extremo, diría el abogado de Arrás, o no es democracia.
Es más, o favorece el interés de la mayoría, o no merece tal nombre.
Robespierre vivía obsesionado con la suerte de los desfavorecidos y el
respeto a las decisiones de las mayorías. Pese a la brutalidad e
ignorancia de la Historia liberal -parecido al caso de V.I. Lenin-
Robespierre procuró contener los excesos jurídicos y políticos de
dirigentes como Barère o Danton comportándose, en muchos instantes del
proceso revolucionario, con paciencia y moderación: un “centrista”
dentro del partido de la Montaña. Georges Lefebvre, uno de los primeros
historiadores que desveló el velo de terror sangriento que envolvía su
figura afirmó que “fue un hombre magnífico, defendió la democracia y el
sufragio universal de 1789 (…) y en circunstancias normales nunca
hubiera apoyado la pena de muerte ni la censura de prensa”.
El Proyecto de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
antes citado, fue presentado ante la Convención el 24 de abril de 1793.
Su articulado serviría de base a la Constitución de 1793, texto que,
recuerda Albert Soboul en La revolución francesa (1966), “sería para los
republicanos de la primera mitad del siglo XIX el símbolo de la
democracia política”. Cuando los incesantes recortes del neoliberalismo
-Alemania está ganando la guerra mundial que perdió en Stalingrado-
afectan de manera indiscriminada a las prestaciones sociales se puede
leer el artículo 21, repito la fecha, abril de 1793: “El socorro público
es una deuda sagrada. La sociedad debe asistencia a los ciudadanos
desgraciados, bien procurándoles trabajo, bien asegurando los medios de
existencia para aquellos que no están en situación de trabajar.”
Frente a la pérdida de aliento del sistema de 1978, el nuevo proceso
constituyente, un renovado contrato social, con un fuerte carácter
anti-individualista, debería exigir, de entrada, la recuperación de la
soberanía perdida (su ser es ser en acción) y la permanente exigencia a
los gobernantes de sus responsabilidades públicas. Ante el descrédito
del Estado y de las instituciones, y la desconfianza que generan los
políticos, minados por abusos y corrupciones, Robespierre sostenía
(1793) que “el principio de responsabilidad moral -imperativo mayor de
la democracia, podríamos añadir- exige además que los agentes del
gobierno rindan, en épocas determinadas y con bastante continuidad,
cuentas exactas y circunstancias de su gestión. Que las cuentas sean
hechas públicas por la vía de la impresión y sometidas a la censura de
todos los ciudadanos. Que sean enviadas, en consecuencia, a todos los
departamentos, a todas las administraciones y a todas las comunas.”
Cambio 16, una de las publicaciones más influyentes en la Transición,
recogía unas declaraciones de Felipe González, Secretario General del
PSOE, a la salida del colegio electoral, 6 de diciembre de 1978, la
jornada que refrendó la Constitución. Preguntado por la vigencia del
texto que se sometía a votación respondió: “Espero que decenios y
decenios, y si es posible, de un siglo a dos”. Nada como el desparpajo y
el tronío.
En una reciente biografía, Robespierre.
Una vida revolucionaria (2012), Peter McPhee narra, a modo de
conclusión, las vicisitudes del reconocimiento del revolucionario. El 30
de septiembre de 2009, el pleno municipal de la ciudad de París rechazó
la moción de un concejal (socialista) que solicitaba poner el nombre de
Robespierre a una calle o a una plaza en la “Ciudad de la Luz”. El
concejal, perplejo, argumentó que el dirigente jacobino era “primera y
principalmente un revolucionario formado por los ideales de la filosofía
de la Ilustración” y no “una caricatura de un verdugo sediento de
sangre”. Y un formidable antecedente, se podría añadir, para un
dinámico, necesario y urgente proceso constituyente que impulse otra
forma democrática de vida en común.
Manuel Fernández Cuesta
eldiario.es
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