El debate está servido desde el verano: ¿debe participar el 15M en
la Convocatoria del 25S o mantener una posición de distancia crítica? En
lo que sigue, se trata de argumentar por qué, con los nuevos contenidos
y con la entrada en escena de la Coordinadora 25S, apoyada cada vez más
por miembros y asambleas del 15M de toda España, el escenario planteado
por la convocatoria inicial de la Plataforma en Pie (PEP) se ha
ampliado hasta el punto de abrir una nueva reflexión sobre la acción y
una invitación a la participación.
Aunque en un principio se subrayó en algunas informaciones que la orientación hacia la consigna “Rescata el Congreso”,
propuesta y consensuada en la asamblea de la Convocatoria 25S, era una
fórmula que pretendía sortear la criminalización que, por las posibles
resonancias “golpistas”, podía albergar el significado “ocupación”, el
acento mediático en la “no violencia” dejó de lado algo más importante:
la intencionalidad política y estratégica del desplazamiento. En este
sentido, lo que se discutía, entre otras cosas, era si el importante
debate del poder constituyente debía estar subordinado a una discusión
previa sobre la configuración de la hegemonía y un mayor acento en la
construcción de poder político.
Es decir, este mayor énfasis en el “rescate” no solo no buscaba de
forma más o menos medrosa “no causar pánico” y subrayar el carácter no
violento de la acción (un punto, no obstante, relevante, a la vista de
que, como se criticó en las redes sociales, la mayor “apuesta” de
desobediencia civil y la arriesgada cita a la que invitaba la PEP
“chocaban”, digámoslo así, con su voluntad de anonimato); era una
estrategia que priorizaba ganarse políticamente el asentimiento de una
población damnificada que asiste a la clausura del horizonte de lo
posible por la supeditación de su soberanía a la lógica puramente
tecnocrática de la “troika” y la complicidad de la mayoría del arco
parlamentario.
Bajo esta lectura de la situación actual, cada vez más percibida como
un “secuestro” de todo proceso democrático de deliberación colectivo,
el giro estratégico de la “ocupación” al “rescate” –como se debatió en la Asamblea General que tuvo lugar el domingo 2 de septiembre en el Retiro madrileño-
no se orientaba de ningún modo, como parece obvio, a “salvar”
literalmente el Congreso ni a sus diputados, como recompensándoles, por
así decir, por su papel de víctimas en la crisis; más aún, como si estos
no fueran cómplices y responsables de esta claudicación. Nada de eso.
Tenía más bien como una de sus intenciones implícitas reformular y
combatir con cierta voluntad de eficacia el marco hegemónico desde el
que neoliberalismo sigue explotando ideológicamente a su beneficio la
actual crisis. En pocas palabras, “rescatar el Congreso” no significaba
exaltar la lógica parlamentaria efectivamente existente, aunque
abstracta, que padecemos, considerándola como el horizonte que agota lo
político, sino rescatar la democracia entendida como marco de la
voluntad popular soberana.
Subrayar el “rescate” del Congreso pretende combatir la perversa
consigna neoliberal que identifica la crisis como la consecuencia
individual de “haber vivido por encima de nuestras posibilidades” o como
el resultado de un déficit de flexibilidad laboral. Es este marco de
decisión colectiva, que ha sido efectivamente “asaltado” por poderes
económicos en ningún caso embridados, el que la ideología neoliberal
interpreta mentirosamente en términos de “deuda”. No es deuda
(individual), es un asalto (colectivo).
La estrategia era esta: en una coyuntura de “extrema agresividad”,
como se ha reconocido sin eufemismos, en el que un estado de excepción
constitucional se nos impone desde los mercados, ¿no se está
criminalizando como “radicalidad” justo lo que trata de defender el
sentido común? ¿Quién ha “asaltado” y ocupado el Congreso? Con esta
consigna no se trata solo de entrar en la batalla semántica de la
resignificación, sino en la de la hegemonía social: conectar con otras
luchas y ganarse el consentimiento de una parte de la población que
probablemente, de entrada, va a sentirse más próxima a una consigna como
esta que bajo una reflexión sobre la apertura inmediata de un proceso
constituyente, un punto que necesariamente introduce una dimensión
vertical de la discusión y por ello ciertos riesgos.
Lo interesante de rescatar el Congreso es que desarrolla una
estrategia que, en una coyuntura de acelerada deslegitimización, cree
más urgente “ocupar” el sentido común que el poder. En nuestra actual
coyuntura ¿no es más inteligente construir poder político empezando por
una lucha paulatina y prolongada que cale en el sentido común? Lanzarse a
una apertura creíble de un proceso constituyente exige antes un
escenario en el que la distancia entre los convocantes y la masa crítica
sea menor que la ahora existente.
En este sentido, tampoco es un dato políticamente irrelevante el que
la consigna “Rescata el Congreso” priorice una reflexión acerca de
nuestras posibilidades “secuestradas” de acción colectiva sobre una
exigencia voluntarista de acción. Este giro, dicho de otro modo,
cuestiona ese modelo quijotesco de acción que considera que solo basta
que el pueblo quiera algo de verdad para que lo consiga; el problema del
planteamiento inicial es que el énfasis en una acción “contundente” y
no simbólica parece olvidar que el primer paso no pasa tanto por querer,
pedir o exigir como adquirir y acumular el poder político suficiente
para querer, pedir y exigir. Y siguiendo este hilo, sobrevalorar la
exigencia o ultimátum inmediato de apertura de un proceso constituyente
desde estas claves finalistas no se apoya en un diagnóstico realista de
la coyuntura actual, presuponiendo que las condiciones objetivas para
una insurrección popular ya están “dadas” y solo cabe encender la mecha.
Bajo este ángulo, la consigna “Rescata el Congreso”, ¿no busca
anteponer el debate pedagógico del “cómo” y las condiciones de
posibilidad al “qué” de la toma del poder? ¿Delinear previamente el
campo de juego de la lucha política, de las alianzas y sus líneas de
fuerza antes que partir de un escenario de bloques, como si fuera un
partido de rugby con dos bandos antagonistas (pueblo-poder) ya
prefijados en un combate de suma cero? ¿No necesitamos construir
políticamente el indeterminado escenario de las alianzas en el que nos
encontramos antes de exigir la apertura de un proceso constituyente? Si
estas preguntas tienen sentido, no encerrarse de antemano en una
consigna marginal es importante.
Mucha gente sintió que, más que atenerse modestamente al análisis de
la situación, la convocatoria inicial parecía querer plegar la realidad a
sus loables intenciones. Incidiendo con su consigna más modestamente en
el “secuestro” de nuestra voluntad que en la reclamación inmediata de
una apertura constituyente, los pasos que se están dando parecen
comprender no solo la necesidad de oponerse a este capitalismo
neoliberal de casino, sino también al peligro que pueden tener
determinadas reacciones, por bienintencionadas que sean, al mismo, una
cuestión que fue destacada en muchas críticas iniciales a la
convocatoria.
Si no damos pacientemente forma a esta impaciencia a través de
pequeños pasos, con modestia y sin saltos, recuperando el suelo de
nuestras fatigosas, pero imprescindibles prácticas asamblearias, nuestra
buena voluntad de atajar puede llegar a ser contraproducente y allanar
el camino al enemigo. Si la dinámica se termina enrocando en el fácil
diagnóstico de que el Congreso, los sindicatos, los partidos reformistas
y el espectro parlamentario en su conjunto son simples marionetas al
servicio del poder, se puede correr el riesgo de no distinguir entre
democracia y fascismo y asfixiar el espacio de lo político. Es esta
posibilidad de deriva demagógica antipolítica, sin embargo, la que se ha
interpretado ya de modo injusto como hecho consumado desde algunas
críticas incomprensiblemente furibundas a la PEP. En la crítica al
parlamentarismo de la convocatoria, estas han creído ver resucitar un
viejo fantasma: la denuncia radicalizada, de fatales consecuencias en la
historia de la izquierda, del “socialfascismo”.
La gravedad del panorama y la comprensible y digna urgencia por decir
“basta” lamentablemente no garantizan ningún paso hacia adelante si
este subestima la correlación de fuerzas existente. En un momento tan
crítico como el que padecemos, la agitación de consignas maximalistas
desprovistas de sus condiciones reales de aplicación y ajenas al
movimiento real de toda la sociedad, puede ser más un signo de nuestra
impotencia que de nuestro poder efectivo. Hay que reconocer que, en una
exigencia, sea cual sea, el simple criterio de la posibilidad de su
realización y de su acercamiento a mayorías es un punto decisivo.
Ciertamente, del manifiesto de PEP parece deducirse que sus
convocantes entienden que la gravedad de nuestra situación no está para
esperar más y que es mejor equivocarse haciendo algo, aun sin un mapa
definido, que tener un diagnóstico correcto y seguir bajando la cabeza.
Este argumento, que es legítimo, sin embargo, no tiene tanto en cuenta
que, aunque los pasos en falso pueden ser acicates formativos decisivos
para ganar peso social, acelerar la dinámica y clarificar las relaciones
de poder, si estos no van acompasados por una masa crítica efectiva que
materialice y encarne con su acciones cotidianas estas exigencias,
pueden desembocar en la impotencia melancólica de las grandes
expectativas incumplidas.
Es desde la óptica de esta urgencia desde la que se sacrifican
cuestiones importantes, que se vuelven así significativamente
secundarias, como los efectos laterales y las consecuencias indeseadas,
así como la posibilidad de que esta llamada a la destitución del poder
constituido y la construcción de un proceso constituyente sirva para que
aparezcan aventureros de todo tipo, oportunistas demagogos o, peor,
cooptaciones fascistas, una preocupación esta última totalmente factible
a la luz de la desafección española hacia la política, el cinismo
predominante, así como el estado de shock y de miedo que paraliza a
grandes núcleos de la población. Frente a esto, limitarse a argumentar
que, con la propuesta “descafeinada” de la Coordinadora 25S, 40.000
personas que se han mostrado favorables a la iniciativa en las redes
sociales se han visto “defraudadas”, es, perdón por la comparación, como
defender que, por contar con el apoyo del 7,9% del electorado español,
debe presentarse la candidatura oficial de Belén Esteban a la
presidencia del gobierno.
Llegados aquí, se dirá: “toda esta palabrería típica del 15M está muy
bien, pero al menos la primera convocatoria proponía una invitación
abierta ‘de las palabras a la acción’. También los ‘pasos en falso’
pueden servirnos para aprender, sacudir la pasividad y pasar a un nivel
superior de la concienciación colectiva”. Bien, pero ¿debe la estrategia
política guiarse solo por la necesidad de acción, por un espontaneísmo
privado de una lectura más matizada de la situación y de sus profundas
resistencias aún existentes a la politización del discurso?
Por otro lado, ¿supone este énfasis sobre el “rescate” un “paso
atrás”, la típica coartada y claudicación “reformista” y “pusilánime”
del 15M, la de esperar pasivamente? No: supone modular la acción en
dirección a la articulación de una voluntad colectiva atenta al curso
del desarrollo de nuestra situación concreta y sus complejas
interrelaciones y no a un voluntarismo determinado por una hoja de ruta
más o menos perfilada a la espera de ser puesta en práctica.
Aunque pudiera parecer que la inflación discursiva en torno al 25S
–no toda, ciertamente, constructiva y, en algunos casos puntuales,
irrisoriamente “conspiranoica”- solo indica nuestra preocupante
resistencia a articular nuestro malestar individual en dinámicas de
actuación generales, la controversia en torno al 25S también es indicio
de un proceso de discusión políticamente más afinado a raíz de la
presión que marca la grave situación. De ahí el gran mérito de todas las
iniciativas, como la de la Coordinadora 25S, orientadas a levantar
puentes entre las distintas posiciones, participando en la acción,
matizándola e intentando dotarla de más peso hegemónico. Por un lado,
insistiendo en la necesidad de que la convocatoria sea más transparente y
menos ensimismada en sus postulados, tratando de no perder el
imprescindible consentimiento de sectores sociales más amplios; por
otro, politizando el escenario, como se revela en su Manifiesto, sin esconder bajo la alfombra de un civismo demasiado abstracto la existencia del conflicto.
En este sentido, podría ser un riesgo para el futuro que la
recusación del 25S por parte de algunas asambleas del 15M proviniera
solo del horror a un consenso político con otras iniciativas y el miedo a
perder los sentimientos grupales de autoestima y reconocimiento
alcanzados dentro de muchos y fructíferos espacios de trabajo. Pese a
sus excesos voluntaristas y su inicial ambigüedad, la convocatoria del
25S ha tenido, en efecto, el mérito de sacudir, dentro del movimiento,
ciertas inercias acomodaticias y cierto aire de autocomplacencia
(“participo en la dinámica de mi grupo, intensifico mi sensación de
pertenencia, pero pierdo el horizonte general”).
Resulta muy tentador sustraerse a las correosas resistencias de la
realidad, la represión de la Delegación de Gobierno y el ninguneo o, lo
que es peor, la caricaturización mediática intensificando esta oasis
grupal, pero ¿esta opción no corre el riesgo de ir convirtiendo el 15M
en algo parecido al formato de una ONG? ¿No necesitamos crecer
políticamente y ampliar el radio de acción con otras fuerzas y alianzas
sociales? ¿Y no lo estamos haciendo ya tímidamente en este debate en
torno al 25S? ¿Quién hace un año podría prever que en estos días
seguimos aprendiendo y discutiendo nada menos que acerca de la
posibilidad de abrir un proceso constituyente?
Madrilonia.org
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