Los redactores de los Acuerdos del 79 eran conscientes de que una democracia asentada no accedería a firmar unos pactos que privilegiasen a la Iglesia católica después del precedente del 53, por lo que optaron por negociar en secreto unos pactos beneficiosos para la Iglesia con numerosas zonas oscuras, con el objeto de que, en el futuro, un Gobierno afín o excesivamente preocupado por el peso y la influencia social de la Iglesia accediese a interpretarlos en clave de confesionalidad. De esta manera, se traicionó el espíritu de consenso que guió la transición española y se clavó una espina en el corazón de la recién estrenada democracia.
La libertad religiosa de los católicos, al igual que la de los demás creyentes, está plenamente garantizada en nuestro ordenamiento jurídico por la Constitución, pero la Iglesia católica disfruta de un régimen diferente al de las demás iglesias gracias a los Acuerdos. Los Acuerdos tienen una cláusula, según la cual las partes procederán de mutuo acuerdo para resolver las dudas sobre su interpretación, de forma que es suficiente con que una de las partes no ceda en las negociaciones (la Iglesia) para que la otra (el Estado)
tenga que optar entre resignarse o incumplir el Acuerdo.
El proyecto de reforma de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980 anunciado por el Gobierno parece la ocasión propicia para someter a todas las confesiones religiosas al mismo régimen. Lo contrario supondría traicionar al espíritu constitucional, que ordena que los españoles no seamos discriminados, entre otros motivos, por razón de religión y, en consecuencia, impide la existencia de creyentes e iglesias de primera y de segunda clase. Pese a esto, la Iglesia católica ha anunciado que este tema no le preocupa, porque la libertad religiosa de los católicos está regulada a través de los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979 y estos no se van a tocar. A diferencia de otros países, donde las antiguas iglesias oficiales han sabido adaptarse a las reglas del juego democrático, en nuestro caso la Iglesia católica se parapeta en unos Acuerdos vergonzantes para exigir a los poderes públicos una posición de privilegio.
En este proceso, la Iglesia católica debería adoptar una posición de extrema prudencia y de sometimiento voluntario a los principios constitucionales. En otro caso, la obligación del Gobierno debe ser la de dejar de jugar con las estadísticas electorales y denunciar los Acuerdos, porque nada asusta tanto al pueblo como la cobardía de sus líderes.
Óscar Celador Angón es Profesor de Derecho Eclesiástico del Estado
Fuente: Público
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