domingo, 8 de marzo de 2009

La absurda salvación por el consumo

En los últimos tiempos se viene afirmando que la “salida de la crisis” exige un relanzamiento masivo del consumo. Siguiendo este objetivo se han hecho insistentes llamadas y se han aplicado medidas para conseguirlo. Sin embargo, este empeño de relanzar el consumo hace aflorar las inconsistencias propias de los enfoques habituales.

En primer lugar subraya errores de diagnóstico. No me cansaré de insistir en que la crisis actual no procede de una debilidad del consumo, sino del pinchazo de una enorme burbuja inmobiliario-financiera, siendo la caída del consumo la consecuencia última de este pinchazo. Al igual que las revalorizaciones patrimoniales incentivaron el consumo durante el auge a través del llamado “efecto riqueza”, ahora lo deprimen durante el declive. Pues mientras la caída de las cotizaciones bursátiles e inmobiliarias ha recortado la riqueza de los hogares, su endeudamiento permanece y sus obligaciones de pago se hacen más gravosas con la reducción de la actividad económica y el aumento del paro.

Cuando la tasa de endeudamiento de los hogares españoles respecto a su renta disponible supera a la de los principales países de nuestro entorno y sus salarios y pensiones son muy inferiores, resulta absurdo apelar al voluntarismo consumista para “salir de la crisis”. La magnitud del efecto depresivo antes apuntado sobre el consumo deja pequeñas las medidas de apoyo hasta hora practicadas. Por ejemplo, la deprimida economía de los hogares ha engullido sin resultados visibles los 400 euros regalados por Zapatero o los entre 600 y 1.200 dólares regalados por Bush a los contribuyentes en 2008.

Pero más absurdo resulta que, tras tanto predicar que es la “soberanía del consumidor” la que guía el funcionamiento de la máquina económica hacia la utilidad y el bienestar de la gente, ahora se quiera forzar a ese consumidor supuestamente soberano a que se sacrifique consumiendo para que el pulso de la coyuntura económica no decaiga. De pronto se evidencia que el consumidor, lejos de ser el rey a cuyo servicio se encuentra la máquina económica, es un componente más en sus engranajes al que se le pide que colabore estirando su precaria economía para que el ritmo ciego de acumulación de capital no decaiga, dejando claro que es el lucro y no el consumidor la verdadera meta del sistema.

El mensaje consumista se adereza a veces con metas altruistas. Se dice que qué va a ser de los trabajadores del automóvil si no seguimos comprando nuevos coches, aunque ya no quepan casi en las calles; qué va a ser de los inmigrantes que trabajaban en la construcción si no seguimos comprando viviendas, aunque España sea ya el país con más viviendas per cápita de toda Europa y estén en buena parte vacías… Todo esto muestra la naturaleza perversa del sistema ya ideado por Adam Smith en La riqueza de las naciones (1776). Pues cuando señala las ventajas de la división del trabajo en una fábrica de alfileres, se congratula del considerable aumento en la producción que puede lograrse, en vez de preguntarse si necesitamos tantos alfileres o si no sería mejor reducir el tiempo de trabajo para seguir obteniendo los mismos que antes.

Al ser la finalidad el lucro empresarial y no la satisfacción de la gente, se ha tratado siempre de forzar la producción (y el consumo) y no de recortar el trabajo penoso, haciendo que los inventos ahorradores de trabajo acentúen la dicotomía entre trabajo y paro, en vez de ampliar el tiempo libre y el disfrute de la vida, como hubiera sido deseable para la mayoría.

José Manuel Naredo es Economista y estadístico

Fuente: Público



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