I. Cada cinco segundos, un niño menor de diez años muere de hambre o por sus secuelas inmediatas. Más de 6 millones en 2007. Cada cuatro minutos, alguien pierde la vista debido a la falta de vitamina A. Hay 854 millones de seres humanos gravemente infraalimentados, mutilados por el hambre permanente (1).
Esto ocurre en un planeta que rebosa de riquezas. El hombre valiente y enormemente competente que dirige la FAO, Jacques Diouf, constata que en el estado actual de desarrollo de las fuerzas agrícolas de producción, el planeta podría alimentar sin problemas a 12.000 millones de seres humanos, es decir, el doble de la población mundial actual (2).
Conclusión: esta masacre cotidiana por el hambre no obedece a ninguna fatalidad. Detrás de cada víctima hay un asesino. El orden mundial actual no sólo es mortífero, además es absurdo. La masacre está instalada en una normalidad inmóvil.
La ecuación es simple: quien tiene dinero come y vive. Quién no lo tiene sufre, se convierte en un inválido o muere. No existe la fatalidad. Cualquier muerte por hambre es un asesinato.
II. El mayor número de personas infraalimentadas, 515 millones, viven en Asia, donde representan el 24% de la población total. Pero si hablamos de la proporción de las víctimas, el precio más alto lo paga el África subsahariana, donde hay 186 millones de seres humanos permanente y severamente infraalimentados, es decir, el 34% de la población total de la región. La mayoría de estas personas padecen lo que la FAO denomina «el hambre extrema», su ración diaria se sitúa como media en 300 calorías por debajo del régimen de la supervivencia en condiciones soportables.
Un niño privado de la alimentación adecuada en cantidad suficiente desde que nace hasta los 5 años, padecerá las secuelas durante toda su vida. Por medio de terapias especiales practicadas bajo supervisión médica, se puede reintegrar a la existencia normal a un adulto insuficientemente alimentado temporalmente, pero en un niño menor de 5 años es imposible. Privadas de alimento, sus células cerebrales habrán sufrido daños irreparables. Régis Debray llama a estos pequeños «los crucificados de nacimiento» (3).
El hambre y la desnutrición crónicas constituyen una maldición hereditaria: todos los años, cientos de miles de mujeres africanas severamente infraalimentadas ponen en el mundo a cientos de miles de niños irremediablemente afectados. Todas esas madres famélicas y que, sin embargo, dan la vida, recuerdan a las mujeres condenadas de Samuel Beckett que «dan a luz a caballo sobre una tumba, el día brilla por un instante y después, de nuevo, la noche» (4).
Una dimensión del sufrimiento humano está ausente en esta descripción: la de la angustia lacerante e intolerable que tortura a cualquier ser muerto de hambre desde que se despierta. ¿Cómo, durante el día que comienza, podrá asegurar la subsistencia de los suyos, y la suya propia? Vivir en esa angustia es, seguramente, todavía más terrible que soportar las múltiples enfermedades y dolores físicos que se ceban en ese cuerpo famélico.
La destrucción de millones de africanos por el hambre ocurre en una especie de normalidad estática, todos los días, en un planeta desbordante de riquezas. En el África subsahariana, entre 1998 y 2005, el número de personas grave y permanentemente infraalimentadas aumentó en 5,6 millones.
III. Jean-Jacques Rousseau escribió: «Entre el débil y el fuerte la libertad oprime, la ley libera». Con el fin de reducir las desastrosas consecuencias de las políticas de liberalización y privatización extremas ejecutadas por los amos del mundo y sus mercenarios (FMI, OMC), la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió crear y proclamar como una cuestión de justicia un nuevo derecho humano: el derecho a la alimentación.
El derecho a la alimentación es el derecho a tener acceso regular, permanente y libre, bien directamente o bien por medio de compras dinerarias, a una alimentación cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente que se corresponda con las tradiciones culturales del pueblo al que pertenece el consumidor y que garantice la existencia física y psíquica, individual y colectiva, libre de angustia, satisfactoria y digna.
Los derechos humanos, ¡desgraciadamente!, no están inscritos en el Derecho positivo. Lo que significa que todavía no existe ningún tribunal internacional que haga justicia a los hambrientos, defienda su derecho a la alimentación, reconozca su derecho a producir sus alimentos u obtenerlos comprándolos con dinero y proteja su derecho a la vida.
IV. Todo va bien mientras que gobiernos como el del presidente Luiz Inacio Lula da Silva en Brasilia o el presidente Evo Morales en La Paz movilizan por su propia voluntad los ingresos del Estado, con el fin de garantizar a cada ciudadano su derecho a la alimentación. Sudáfrica es otro ejemplo. El derecho a la alimentación está inscrito en la Constitución. Ésta establece una Comisión nacional de los derechos humanos, compuesta en paridad por miembros nombrados por las organizaciones de la sociedad civil (Iglesias, sindicatos y distintos movimientos sociales) y miembros designados por el Parlamento. Las competencias de la Comisión son amplias. Desde que entró en funcionamiento, hace cinco años, la Comisión ya ha conseguido victorias importantes. Puede intervenir en todos los ámbitos implicados en la negación del derecho a la alimentación: expulsión de campesinos de sus tierras; autorización de los municipios a sociedades privadas para la gestión del suministro del agua potable que implique cuotas prohibitivas para los habitantes más pobres; desvío del agua de riego por las sociedades privadas en detrimento de los agricultores; incumplimiento de los controles de calidad de los alimentos que se venden en barrios marginales, etcétera.
Pero, ¿en cuantos gobiernos, especialmente en el Tercer Mundo, existe la preocupación cotidiana prioritaria del respeto al derecho a la alimentación de sus ciudadanos? Ahora bien, en los 122 países denominados del Tercer Mundo viven actualmente 4.800 millones de los 6.200 millones de personas que poblamos la tierra.
V. Los nuevos amos del mundo tienen pánico a los derechos humanos. Los temen como el diablo al agua bendita. Porque es evidente que una política económica, social y financiera que cumpliera al pie de la letra todos los derechos humanos, rompería tajantemente el orden absurdo y mortífero del mundo actual y necesariamente originaría una distribución más igualitaria de los bienes, satisfaría las necesidades vitales de las personas y las protegería del hambre y de una gran parte de sus angustias.
Por lo tanto, el objetivo final de los derechos humanos encarna un mundo completamente diferente, solidario, liberado del menosprecio y más favorable a la felicidad.
Los derechos humanos políticos y civiles, económicos, sociales y culturales, individuales y colectivos (5) son universales, interdependientes e indivisibles. Y son el horizonte actual de nuestra lucha.
Traducido por Caty R.
(1) FAO, «El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo», Roma 2006.
(2) Una alimentación normal significa proporcionar diariamente 2.700 calorías a cada individuo adulto.
(3) Régis Debray y Jean Ziegler, Il s'agit de ne pas se rendre (La cuestión es no rendirse), París, Arléa, 1994.
(4) Samuel Becket, En attendant Godot, París, Minuit, 1953. En español Esperando a Godot, Tusquets 1995, traducción de Ana Mª Moix.
(5) Derechos humanos colectivos son, por ejemplo, el derecho a la autodeterminación o el derecho al desarrollo.
Original en francés: http://netoyens.free.fr/index.php/post/26/01/2008/La-faim-et-les-droits-de-lhomme-par-Jean-Ziegler
Jean Ziegler es ponente especial del Consejo de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas para el derecho a la alimentación; su última obra es L'Empire de la honte (2005). En Español: El Imperio de la vergüenza, Taurus 2006, traducido por Alicia Martorell.
Caty R. pertenece a los colectivos de Rebelión, Cubadebate y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y la fuente.
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