El capitalismo se nutre
de empleo asalariado y declara su guerra sin cuartel a las formas de
vida que no le están sometidas. Cualquier figura existencial que no esté
sometida a las necesidades de valorización del capital es un espacio
que debe ser conquistado. El capital nunca ha respetado la noción de
formas de vida como un modo alternativo de existencia y desarrollo. Para
el capitalismo, cualquier forma de vida no es más que un espacio de
rentabilidad y debe ser primero conquistada y después sometida al
proceso de valorización (o, si se prefiere, a un proceso de
explotación).
Hace aproximadamente 30 años la economía mundial abandonó el esquema
del Estado de bienestar y lo remplazó con el capitalismo de mercado
libre. La historia de las fuerzas que motivaron esa transición es
compleja, pero para 1984 la decisión ya había sido tomada y el viraje
estratégico ya había comenzado. Los poderes establecidos justificaron
esta transformación con una promesa de prosperidad y eso suponía dos
cosas: una adecuada creación de empleos de buena calidad y una reducción
sistemática de la desigualdad. Ninguno de estos objetivos ha sido
alcanzado.
Hoy la economía mundial sufre una crisis de empleo y de formas de
vida. El mercado laboral a escala mundial ofrece un panorama desolador y
el desarrollo de formas de vida alternativas (por ejemplo, en la
agricultura de pequeña escala) se encuentra sometido a un ataque
despiadado. Basta observar lo que ha sucedido en el llamado mercado
laboral mundial. La generación de empleos bien remunerados en las
últimas tres décadas ha sido débil y se concentró en los más altos
puestos directivos. En contraste, la mayor parte de los nuevos puestos
de trabajo perciben bajos salarios y las clases medias han sido
comprimidas. La incertidumbre que rodea a los empleos mal remunerados es
un mal crónico.
A pesar del aumento en la productividad, las remuneraciones de la
clase trabajadora se han mantenido estancadas. En muchos países, las
remuneraciones que reciben los empleos de menor calificación se
mantienen en los niveles que tenían en 1970. La participación de los
salarios en el producto nacional se ha desplomado en todos los países y,
por lo tanto, la desigualdad se ha intensificado.
La tesis de que las remuneraciones se mantienen deprimidas en los
empleos de menor calificación porque las nuevas tecnologías conllevan un
sesgo en contra de esa clase de empleos es falsa. En realidad, en la
mayoría de las economías capitalistas los salarios dejaron de aumentar
en la década de los años setenta, mucho antes de que se iniciara el
proceso de cambio tecnológico que caracterizó los años noventa. Así que
la verdadera explicación de este estancamiento en los salarios radica en
una transformación radical de la estructura institucional del régimen
de acumulación de capital a escala mundial. Es decir, el estancamiento
salarial está más vinculado a la lucha de clases que a cualquier otro
factor.
Los poderes establecidos impusieron a partir de la segunda
mitad de los años setenta, el abandono de las metas de pleno empleo,
tributación progresiva, y de servicios de salud y educación de buena
calidad para la mayoría de la población. Esos objetivos fueron
remplazados por la estabilidad de precios, el balance presupuestal y la
idea de que el mercado sería capaz de proporcionar crecimiento económico
y empleos suficientes para la población. El supuesto central de este
nuevo paradigma económico era que sería necesario eliminar las
fricciones que impiden el buen funcionamiento de los mercados. Esa fue
la justificación de la guerra en contra de los sindicatos y de toda la
cultura de las clases trabajadoras.
La ‘liberalización’ del mercado de trabajo estuvo basada en la idea
de que las reducciones en los costos laborales serían acompañadas por
más inversiones y mayor generación de empleo. Esa es la postura de la
teoría económica del primer cuarto del siglo XX, antes de la Gran
Depresión y antes de que Keynes escribiera su Teoría General.
Esa teoría de hace cien años fue desempolvada para justificar el gran
viraje: lo más importante es que ignora que la demanda agregada es el
gran motor de la inversión y que con salarios deprimidos, lo único que
podría mantener la demanda creciendo sería el crédito y el
endeudamiento.
La llamada globalización (de corte neoliberal) es el resultado de
colocar a las masas trabajadoras en un plano de competencia a escala
mundial. La deslocalización de instalaciones industriales, la
fragmentación de procesos productivos para crear maquiladoras y el
castigo aplicado a los sindicatos en el plano institucional (y judicial)
marcaron la evolución del mal llamado ‘mercado de trabajo’.
La contrapartida de todo este proceso de degradación del trabajo y de
destrucción de formas de vida alternativas es la expansión y dominio
del capital financiero. De ahora en adelante la lucha a muerte será
entre estos dos polos, trabajo y capital financiero. Triunfará el que
esté mejor organizado y tenga mejor capacidad analítica.
Alejandro Nadal
La Jornada
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