Las luchas sociales
reivindicando ciudadanía política mar- can la topografía del
capitalismo. El ejercicio pleno de los derechos de huelga, sindical,
asociación política y acceso a una educación de calidad, sanidad y
vivienda dignas, han moldeado las estructuras de dominio y explotación
del capitalismo desde sus orígenes.
Las libertades públicas, como son el derecho de asociación, reunión y
expresión no siempre han podido practicarse. En muchas ocasiones son
secuestradas y puestas en cuarentena bajo la escusa de servir a
intereses oscuros que promueven la desestabilización y el caos
sistémico. Cuando el capitalismo se ha sentido con fuerzas, no ha dudado
en suprimir o restringir los derechos políticos que dan acceso a la
participación de la sociedad. Siempre que ha podido deshacerse de ellos
lo ha hecho sin remilgos ni mala conciencia. No olvidemos que el
capitalismo pasa por ser la forma más elevada de explotación violenta de
todo cuanto existe en el planeta, empezando por el ser humano.
Por consiguiente, aquello que produce cortocircuito y altera sus
planes es combatido haciendo uso indiscriminado de la represión, y la
fuerza. Bajo el eufemismo de actuar en nombre de la razón de Estado y la
seguridad nacional, justifica la tortura y el asesinato político. A lo
dicho deben sumarse los mecanismos ideológicos de control social
utilizados en el proceso de socialización.
Una primera conclusión sugiere que no existe derecho político
concedido de buen grado. Todos, ya sea en el campo de las relaciones
sociolaborales o las libertades públicas, el derecho a huelga, el
establecimiento de la jornada laboral de 40 horas semanales, el descanso
dominical, las pensiones, la seguridad social universal, el voto
femenino, el divorcio, el aborto o el matrimonio homosexual, están
precedidos de mártires, militantes detenidos, encarcelados, torturados y
asesinados.
Para las clases dominantes no es plato de buen gusto compartir
espacios hasta hace poco concebidos como su coto privado. Escuelas,
universidades, teatros, hospitales, zonas de ocio y la moda, han perdido
ese halo de exclusividad, enardeciendo a las élites que buscan una
solución en la oligarquización del poder, la ostentación y el
enriquecimiento obsceno.
Son las nuevas plutocracias que no dudan en profundizar las
desigualdades sociales y dinamitan la ciudadanía política, apostando por
sociedades duales como la fórmula para reestructurar el capitalismo en
tiempos de crisis. El desmantelamiento de lo público viene de la mano de
una elaborada política de abandono, recortes presupuestarios y
deterioro de las instalaciones y bienes de uso colectivo. Edificios,
carreteras, aeropuertos, hospitales, colegios, trasportes como el metro,
autobuses urbanos, parques, ferrocarriles, etc., son abandonados hasta
su total degradación, siendo posteriormente privatizados y vendidos por
migajas a los capitales de inversión de riesgo, el capital financiero o
las transnacionales. En la medida que ha podido soltar lastre, el
capitalismo, ha tirado por la borda el conjunto de derechos políticos,
sociales y económicos conquistado por las clases trabajadoras en los dos
últimos siglos, y sobre los cuales asentaba su discurso de promover un
orden social incluyente y democrático. Asistimos a una involución sin
precedentes en la historia del capitalismo contemporáneo. Un proceso
desmocratizador.
A partir de los años setenta del siglo pasado, las
transnacionales se harán con el poder político cambiando las reglas de
juego, alterando el equilibrio de poder entre orden político y orden
económico, introduciendo reformas estruc- turales que dejan sin efecto
el pacto social nacido tras la segunda Guerra Mundial, al menos en los
países de capitalismo industrial avanzado. Los nuevos hacedores del
capitalismo no dudan en imponer un orden mundial que borre del mapa todo
obstáculo en su camino hacia el control del mundo. En otros términos ha
decidido restringir el uso de la ciudadanía política, recortando al
máximo los derechos sociales, económicos, culturales y políticos y
renegando de la democracia como forma de vida y espacio vital donde se
puede ejercer y realizar la ciudadanía.
Sin espacios para articular la ciudadanía política no es posible
concebir la existencia de un ordenamiento democrático. Son dos términos
entrelazados de manera orgánica. En la medida que los recortes, la
represión y las desigualdades crecen, desaparecen las opciones de vivir
en democracia, constatándose el divorcio entre capitalismo y democracia.
El mejor ejemplo lo constituye la unidad productiva donde el capital
realiza su plusvalor, la fábrica, donde impera la disciplina del capital
y el reloj del fordismo y taylorismo marca los tiempos de trabajo y
producción. En ella, los trabajadores están siendo sometidos a
condiciones laborales cercanas a la esclavitud bajo el chantaje de un
expediente regulador, disciplinario o ser despedido. El empresario se
convierte en amo y señor, y la patronal puede impulsar las reformas
laborales. O haces lo que quiero o te vas a la calle. Ese el discurso
dominante. Y desde luego tal premisa poco o nada tiene que ver con un
proyecto democrático, inclusivo y creador de ciudadanía.
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada
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