Ya decía Adam Smith que ese libre juego y la búsqueda del beneficio económico particular que todos llevamos dentro bastaban para obrar el milagro: un sistema tan armónico que cualquiera diría que una “mano invisible” lo organiza y, lo mejor de todo, no tenemos ni que proponérnoslo, porque “al buscar su propio interés, el hombre a menudo favorece el de la sociedad mejor que cuando realmente desea hacerlo” [1]
Hay que reconocer, sin embargo, que estos devaneos son ensoñaciones habituales en la época. Poco antes, los filósofos modernos más destacados imaginaron una ley natural que gobernaba a los hombres cuando aún no existía la sociedad política y los individuos luchaban libremente por sus propios intereses en condiciones de semejanza. Para Rousseau sería justamente esta condición la que, en cuanto que pone en peligro a cada individuo, nos hizo asumir de forma voluntaria un primitivo contrato social que estipula jurídicamente los derechos y deberes de cada uno.
Estamos en pleno siglo XVIII y el naturalismo de las leyes está en auge gracias, entre otras cosas, al éxito que tuvo una renovada teoría del derecho natural en el siglo anterior. También la recién nacida ciencia moderna influyó en ese sentido, con el uso del método hipotético-deductivo de Galileo para desentrañar el orden natural de las cosas. La naturaleza, en definitiva, se convierte en un elemento comodín que imprime necesidad a lo que no pudo deberse al hombre y justifica tradiciones y regímenes a los que no basta el protectorado de Dios.
Pues bien, esa idea de orden natural previo a la sociedad política no ha muerto. Al contrario, ha sido heredada por multitud de construcciones teóricas, desde el antigubernamentalismo del siglo XVIII hasta el neoliberalismo capitalista, y hoy parece más viva que nunca.
En el caso de los antigubernamentalistas, precursores teóricos del anarquismo, el gobierno aparece como un agente perturbador, hasta el punto de considerar que el orden social “existía antes que el gobierno, y existiría si se aboliera el formulismo del gobierno”, decía un provocador Thomas Paine allá por 1791.
Los antigubernamentalistas, exponentes de una creciente aversión ilustrada al institucionalismo político y crecidos por las esperanzadoras revoluciones francesa y estadounidense, ubican las leyes naturales en un sociedad ideal y pasan a hablar de un orden natural que, ajeno a los deseos y arbitrariedades humanas, regula los asuntos sociales y políticos sin necesidad alguna del gobierno de los hombres.
Libre mercado y acumulación de poder
Hoy, el protagonista más brillante del libre mercado, la empresa transnacional, ha conseguido justamente poner en duda el papel del poder gubernamental. Se ha convertido en el agente que “más ha erosionado la exclusividad territorial de los Estados como contenedores de poder”, dice el sociólogo Giovanni Arrighi [2]. Aunque las grandes empresas transnacionales sean inviables sin el papel gestor, legitimador y militar de los Estados, la progresiva liberalización de todo lo "liberalizable" y el espectacular reparto oligárquico que unas pocas macroempresas han hecho de cada sector han empequeñecido el papel gubernamental como nunca.
Y eso justamente, sabemos ya hoy, quiere decir libre mercado: no un espacio que asegura la libertad de movimiento entre competidores, sino la ausencia de reglas que pudieran limitar la libre acumulación de poder. En este mercado, desigual por definición, lo más parecido a la libertad consiste en apropiarse de la competencia.
Por eso mismo, las regulaciones que cada día afectan al funcionamiento del mercado son las que protegen los intereses de las grandes potencias con aranceles de importación, subvenciones, apoyo a las divisas, devoluciones históricas de deuda y variadas ayudas institucionales que aumentan aún más la competitividad de sus empresas.
El enfrentamiento mundial se da en condiciones tan desiguales en su base que hasta las grandes empresas pueden permitirse el lujo de soñar con un escenario libre de los Estados que las han hecho posibles. Carl Gerstacher, presidente de Dow Chemical, siempre ha querido establecer la sede social de su empresa en una isla “no sometida a sociedad o nación alguna […] Si estuviéramos radicados en tal territorio verdaderamente neutral, podríamos operar en los Estados Unidos como ciudadanos estadounidenses, en Japón como ciudadanos japoneses y en Brasil como brasileños sin ser gobernados en primer término por las leyes de los Estados Unidos” [3].
Es de nuevo el sueño de una ley natural que trasciende leyes e instituciones, esta vez aplicado al mercado capitalista por quienes han podido actuar en las mejores condiciones posibles. El mismo sueño que alimenta también el mito de la utilidad social del marketing: diseñado por el hombre para satisfacer las necesidades humanas con la oferta del libre mercado, la comunicación comercial sería el engranaje que permite el correcto funcionamiento (autónomo, libre) del sistema. Alrededor de la psicología del consumidor han aparecido múltiples distinciones (como carencia-necesidad-motivación-deseo) que en muchos casos pretenden salvar necesidades utópicas y originarias del individuo, anteriores a lo social y que emanan del sujeto con la suficiente fuerza como para justificar cualquier movimiento del mercado.
Reinventar las necesidades
Pero esas necesidades, como las reglas mismas del mercado, no son naturales. Siempre estuvieron mediadas por la sociedad (el hombre es un animal político –zoon politikon– decía Aristóteles) y nadie mejor que un profesional del marketing para saber lo sencillo que es, no sólo generar nuevos "satisfactores" (formas de satisfacer las necesidades básicas), sino alterar y reinventar las necesidades mismas. Cualquier nuevo aparato termina reconstruyendo con su uso las necesidades a las que respondía, de tal forma que, por ejemplo, el teléfono móvil no sólo modifica nuestros hábitos de telecomunicación sino que determina variaciones esenciales en la forma de relacionarnos e incluso de entender socialmente el espacio y el tiempo.
Por eso, hace mucho que a los liberales más soñadores adecuar la oferta a la demanda les sabe a poco. Oliviero Toscani, responsable durante años de la publicidad más provocativa de Benetton, asegura que la publicidad actual “vende un modelo adulterado e hipnótico de la felicidad”, una “idealización del tipo de vida de los más opulentos consumidores”, así que defiende que ésta “informe sobre todos los asuntos, sirva a las grandes causas humanitarias, dé a conocer a los artistas, popularice los grandes descubrimientos, eduque al público, sea útil y vanguardista” [4]
Mientras, los que han podido asegurarse los beneficios del presente (gracias al mercado global menos libre jamás conocido) prefieren dedicarse directamente a construir la demanda del futuro. Por ello Phil Knight, presidente de Nike, asegura que durante años su empresa había creído “ser una empresa productora”, así que “dedicaban todo su esfuerzo a diseñar y a fabricar productos”. Pero que ahora han comprendido el papel de su empresa y el producto es su “instrumento más poderoso de marketing” [5]
Sin ninguna fábrica de zapatillas (este proceso recae ahora en otras empresas o talleres de manufacturas) la empresa ha quedado liberada de la responsabilidad de producir, de crear riqueza local o de mantener condiciones adecuadas de trabajo, y así conseguir que su logo sea uno de los más tatuados en EE.UU., que cualquier niño aspire a ser un deportista bajo su patrocinio o que en los barrios más marginados de todo el mundo sus zapatillas valgan más que la vida.
Así se van construyendo los sueños de libertad del libre mercado. El sexto día, el hombre hizo el marketing. Y el séptimo, como Nike vio que era bueno, descansó.
[1] ADAM SMITH, La Riqueza de las Naciones. Libro IV, Cap. 2.
[2] GIOVANNI ARRIGHI, El largo siglo XX. Ed. Akal, 1999, pág 94.
[3] Citado por Giovanni Arrighi en (2).
[4] OLIVIERO TOSCANI, Adiós a la publicidad. Ed. Omega, 2003, pág 47
[5] NAOMI KLEIN, No logo. El poder de las marcas. Ed. Paidós, 2001.
Isidro Jiménez es miembro de Consume Hasta Morir
Fuente: http://www.ecologistasenaccion.org/article18500.html
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