lunes, 1 de agosto de 2011

¿Cuánto tiempo tenemos que esperar?

Leyendo hace no mucho Los jacobinos negros, el clásico de C.L.R. James sobre la independencia de Haití, una frase banal me hizo reparar en la dificultad que tiene un lector moderno para entender un libro de historia. Los jacobinos negros relata un acontecimiento gigantesco e irreversible: sin conocerse, separados por el Atlántico, los pobres franceses y los negros haitianos se tomaron en serio los valores ilustrados que los ilustrados mismos -muchas veces burgueses con intereses coloniales- utilizaron contra el Ancien Regime para traicionarlos enseguida. Este vínculo geográfico y de clase entre dos continentes se llamó Revolución Francesa, un vertiginoso acelerón histórico que se extendió por todas partes, volteando no sólo el orden europeo sino amenazando también el equilibrio colonial en América. Cinco años bastaron para revolcar una inmovilidad de siglos. Un fogonazo, un latigazo, un relámpago. Lo imaginamos de esta manera, como un estallido o una erupción volcánica o, al menos, como una erupción cutánea que cubrió en un instante el mapa del planeta. Lo imaginamos, por así decirlo, como la actualización de una página de internet de la que estarían pendientes, horcas y trabucos en mano, todos los pueblos del mundo.

Y sin embargo la frase que de pronto me dejó perplejo fue ésta: “un día de septiembre llegó un barco al puerto y el capitán, dirigiéndose a tierra deprisa, corrió por las calles de El Cabo gritando la noticia del 14 de julio”. ¡La noticia de la destrucción de la Bastilla tardó 45 días en llegar a Haití! ¡45 días sin enterarse -ni propietarios ni esclavos- de que el mundo en el que vivían había cambiado! Este mes y medio de diferencia nos propone un misterio, si se quiere, metafísico. Un mes y medio que hoy, aherrojados como estamos en las nuevas tecnologías, nos puede parecer perdido o inútil, y desde luego extraordinariamente denso, pero que en cualquier caso, por eso mismo, constituye un enigma. Durante un mes y medio más los negros de Haití vivieron en un mundo inmutado y doloroso, sin esperanza de cambio, y sus explotadores siguieron convencidos de su superioridad eterna; y durante un mes y medio, atravesando el océano, el capitán del barco tuvo que soportar en su pecho la brasa de esa noticia que no podía comunicar inmediatamente, sin tener la seguridad además de que, de vuelta a Francia, no habría quedado ya empequeñecida o desmentida por un nuevo acontecimiento.

Podemos ver así las cosas. Pero al hacerlo cometemos quizás un doble error: el error de concebir retrospectivamente la historia entera a la espera de la noticia del 14 de julio; y el error concomitante de considerar ese mes y medio de diferencia -el tiempo de irradiación trabajosa de la noticia desde el centro a la periferia- como un tiempo de espera. Pero no. Ese mes y medio, mientras discurría, era en el caso de Haití un tiempo de historia, en el que los esclavos acumulaban las fuerzas que luego utilizarían contra el opresor; y era un tiempo de biografía en el caso del capitán, para el que el viaje rapidísimo entre Francia y el Caribe era una ocasión de poner a prueba su oficio y una fuente de imprevisibles y peligrosas peripecias. Podemos decir metafóricamente que la Humanidad está siempre a la espera de la Parusía y que la vida es la espera de una carta que nunca llega; pero podemos decir también, con igual o mayor fundamento real, que la espera de la cosecha se llama cultivo y la espera de la obra se llama trabajo y la espera de la libertad se llama lucha. La historia no es más que una sucesión de esperas activas y la Revolución Francesa la hicieron los pobres de París mientras esperaban sin duda otra cosa.

Los mismos medios que permiten hoy que la revolución tunecina se extienda en pocos días por el mediterráneo, que los ciudadanos de Barcelona reaccionen en pocos minutos frente a la agresión policial de Plaza Catalunya o que una sacudida sísmica en Japón sacuda inmediatamente todas las pantallas del mundo determinan una excitación de la conciencia que nos mantiene siempre a la espera de una Revolución Francesa (o de una final de fútbol) y que al mismo tiempo convierte la espera de la nueva noticia, por muy poco que dure, en un residuo inútil y en una dolorosa agonía. Ningún viaje en barco es tan largo como esa diminuta transición; ningún mes y medio de esclavitud es tan insoportable como esos pocos segundos que tarda nuestro servidor informático en llevarnos hasta la última versión del mundo. Paradójicamente, nunca la humanidad ha esperado tanto, ni con tanta impaciencia, como ahora que París y Haití están a la misma distancia del Acontecimiento.

Me escandalizaba hace unos días leyendo la noticia de que la National Gallery de Londres no iba a permitir a los visitantes detenerse más de cuatro minutos ante los cuadros exhibidos en el museo. Al contrario que un libro, que una película, que un vídeo de youtube, un cuadro no acaba nunca, no tiene final y el tiempo que exige para que agotemos su contenido es potencialmente infinito. Es difícil imaginar un acto de violencia tan atroz como el de interrumpir la mirada que explora a Da Vinci o a Whistler; eso es también un acto objetivo de esclavización cultural y de injusta violencia individual. Me escandalizaba, sí, pensando en este grillete visual, pero enseguida imaginé el escándalo contrario al mío. Porque para una conciencia excitada por la sucesión velocísima de imágenes, quizás la medida de la National Gallery de Londres es más bien una amenaza. ¡Cuatro minutos ante el mismo cuadro! ¡Ante un cuadro en el que no pasa nada! ¡Qué insoportable castigo! Ya es bastante duro tener que pararse ante una imagen muerta para tener encima que contemplarla más de treinta segundos. La Gioconda se repite, repite sin parar la misma mujer inmóvil en ese marco que no permite ni el off ni el zapping.

Por eso es también interesante el movimiento 15-M que desde hace dos meses, de manera imprevisible, ha declarado inacabada -ni siquiera comenzada- la “transición democrática” española y que ha construido ya una legitimidad alternativa a la del capitalismo europeo. Inseparable de los medios rapidísimos que han convocado y coordinan las movilizaciones, toda su fuerza converge en realidad en el espacio de la asamblea, donde el Tiempo es obligado de nuevo a ocupar una plaza, a cruzar un océano, a contar un cuento. “Vamos lentos porque vamos lejos”, decía una pancarta en la Puerta del Sol, durante la larga acampada que se apoderó en mayo del centro de la ciudad. Entre Francia y Haití hay muchos días de navegación; entre la humanidad y la razón también. Mientras esperamos otra cosa -una carta, una cita, un milagro-, mientras aguardamos la última actualización de la web del mundo, la historia sigue trabajando: “democracia en construcción; perdonen las molestias”.

Santiago Alba Rico
La Calle del Medio

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