Un año y medio tras el crack de Wall Street y en plena presidencia española de la Unión Europea (UE), la situación de las resistencias y los movimientos sociales en el Estado español está marcada por una tibia respuesta frente a la crisis. Así lo muestran, las hasta ahora débiles movilizaciones durante este semestre europeo. Atrás queda el optimismo que invadió a gran parte de los movimientos en el momento del derrumbe financiero, marcado por un visible desconcierto de las clases dominantes.
La situación es bastante contradictoria. El neoliberalismo está completamente desacreditado y la crisis ha abierto espacio para un discurso y para un “sentido común”, en la acepción gramsciana del término, anticapitalista, pero las políticas dominantes profundizan los recortes sociales. Al mismo tiempo, la deslegitimación del neoliberalismo y el aumento de la credibilidad del anticapitalismo coexiste con un fuerte arraigo social del individualismo, el consumismo, la privatización de la vida social y la despolitización.
Hay un sesgo muy grande entre el descrédito del actual modelo económico y su traducción en acción colectiva. Las respuestas a la crisis, sobre todo en los centros de trabajo, son limitadas, defensivas, de poco alcance y, la mayoría, han acabado con derrotas. Esta dinámica, es necesario decirlo, se ve favorecida por la política de concertación de los grandes sindicatos, que fomentan la pasividad y la resignación. La convocatoria de movilizaciones tras el ajuste anunciado por Zapatero indican un cierto cambio de actitud, pero hará falta empujar por debajo para ir hacia una huelga general y una confrontación sostenida.
Las reacciones de los trabajadores, en escenarios como el actual, pueden estar dominadas por el miedo y el egoísmo o por la solidaridad y la rabia frente a la injusticia. Pueden orientarse hacia opciones progresistas o girarse hacia alternativas reaccionarias. No hay ningún automatismo entre malestar y movilización social, y todavía menos, movilización en sentido solidario.
La respuesta social a la crisis no ha sido, hasta ahora, proporcional al descrédito del actual modelo económico. De conflictos y resistencias ha habido, y algunos de relevantes, pero han tenido una base social limitada y dificultades para trascender los sectores militantes organizados y más activos. Las tendencias a la fragmentación predominan por sobre las tendencias a la unificación de las luchas, sin que ninguna de ellas actúe como elemento centralizador y catalizador que permita arrancar un nuevo ciclo de movilizaciones. Faltan victorias que hagan de revulsivo y permitan iniciar un periodo ascendente de acumulación de fuerzas, demostrar la utilidad de la acción colectiva, aumentar las expectativas de aquello posible, vencer el escepticismo o el miedo y, contribuir, como señala el sociólogo Luc Boltanski, a “socializar la rebeldía y a socializar la idea de que la realidad es inaceptable”.
Pese a la retórica entonada con fuerza, a comienzos del semestre, por parte del gobierno Zapatero y la mayoría de sus homólogos que lo peor de la crisis ya había pasado y que la luz al final del túnel se empezaba a ver, la verdad es muy distinta. La crisis económica se ha transformado en crisis social. Estamos al final del principio, no al principio del final. Las turbulencias en la zona euro y el estallido de Grecia así lo muestran. El ajuste anunciado significa la entrada en una nueva fase de endurecimiento de los intentos de transferir el coste de la crisis a las y los asalariados.
Las dinámicas de los movimientos sociales son siempre imprevisibles. No se puede ser fatalista, ni llegar a conclusiones prematuras respeto a la debilidad de la reacción social y menos ahora que el anuncio de los recortes puede hacer que se mueva la situación. Estamos todavía en una primera etapa de una crisis de largo recorrido y es necesario huir de lecturas demasiado impresionistas de la realidad. Sin voluntad de establecer comparaciones históricas, no está de más recordar, por ejemplo, que tras el crack de 1929 el movimiento obrero norteamericano tardó más de cuatro años en responder, pasar a la ofensiva y sacudir la vida política y social del país.
Conviene evitar tanto los optimismos exagerados como los pesimismos paralizantes. Al igual que Saïd el pessoptimista, el personaje de la novela del escritor palestino Emile Habibi, ni optimistas ni pesimistas, los activistas sociales deberíamos permanecer simplemente “pessoptimistas”.
*Josep Maria Antentas y Esther Vivas son autores de Resistencias Globales. De Seattle a la crisis de Wall Street (Editorial Popular)
**Artículo aparecido en Público (edición de Catalunya), 18/05/2010.
+ info: http://esthervivas.wordpress.com
La situación es bastante contradictoria. El neoliberalismo está completamente desacreditado y la crisis ha abierto espacio para un discurso y para un “sentido común”, en la acepción gramsciana del término, anticapitalista, pero las políticas dominantes profundizan los recortes sociales. Al mismo tiempo, la deslegitimación del neoliberalismo y el aumento de la credibilidad del anticapitalismo coexiste con un fuerte arraigo social del individualismo, el consumismo, la privatización de la vida social y la despolitización.
Hay un sesgo muy grande entre el descrédito del actual modelo económico y su traducción en acción colectiva. Las respuestas a la crisis, sobre todo en los centros de trabajo, son limitadas, defensivas, de poco alcance y, la mayoría, han acabado con derrotas. Esta dinámica, es necesario decirlo, se ve favorecida por la política de concertación de los grandes sindicatos, que fomentan la pasividad y la resignación. La convocatoria de movilizaciones tras el ajuste anunciado por Zapatero indican un cierto cambio de actitud, pero hará falta empujar por debajo para ir hacia una huelga general y una confrontación sostenida.
Las reacciones de los trabajadores, en escenarios como el actual, pueden estar dominadas por el miedo y el egoísmo o por la solidaridad y la rabia frente a la injusticia. Pueden orientarse hacia opciones progresistas o girarse hacia alternativas reaccionarias. No hay ningún automatismo entre malestar y movilización social, y todavía menos, movilización en sentido solidario.
La respuesta social a la crisis no ha sido, hasta ahora, proporcional al descrédito del actual modelo económico. De conflictos y resistencias ha habido, y algunos de relevantes, pero han tenido una base social limitada y dificultades para trascender los sectores militantes organizados y más activos. Las tendencias a la fragmentación predominan por sobre las tendencias a la unificación de las luchas, sin que ninguna de ellas actúe como elemento centralizador y catalizador que permita arrancar un nuevo ciclo de movilizaciones. Faltan victorias que hagan de revulsivo y permitan iniciar un periodo ascendente de acumulación de fuerzas, demostrar la utilidad de la acción colectiva, aumentar las expectativas de aquello posible, vencer el escepticismo o el miedo y, contribuir, como señala el sociólogo Luc Boltanski, a “socializar la rebeldía y a socializar la idea de que la realidad es inaceptable”.
Pese a la retórica entonada con fuerza, a comienzos del semestre, por parte del gobierno Zapatero y la mayoría de sus homólogos que lo peor de la crisis ya había pasado y que la luz al final del túnel se empezaba a ver, la verdad es muy distinta. La crisis económica se ha transformado en crisis social. Estamos al final del principio, no al principio del final. Las turbulencias en la zona euro y el estallido de Grecia así lo muestran. El ajuste anunciado significa la entrada en una nueva fase de endurecimiento de los intentos de transferir el coste de la crisis a las y los asalariados.
Las dinámicas de los movimientos sociales son siempre imprevisibles. No se puede ser fatalista, ni llegar a conclusiones prematuras respeto a la debilidad de la reacción social y menos ahora que el anuncio de los recortes puede hacer que se mueva la situación. Estamos todavía en una primera etapa de una crisis de largo recorrido y es necesario huir de lecturas demasiado impresionistas de la realidad. Sin voluntad de establecer comparaciones históricas, no está de más recordar, por ejemplo, que tras el crack de 1929 el movimiento obrero norteamericano tardó más de cuatro años en responder, pasar a la ofensiva y sacudir la vida política y social del país.
Conviene evitar tanto los optimismos exagerados como los pesimismos paralizantes. Al igual que Saïd el pessoptimista, el personaje de la novela del escritor palestino Emile Habibi, ni optimistas ni pesimistas, los activistas sociales deberíamos permanecer simplemente “pessoptimistas”.
*Josep Maria Antentas y Esther Vivas son autores de Resistencias Globales. De Seattle a la crisis de Wall Street (Editorial Popular)
**Artículo aparecido en Público (edición de Catalunya), 18/05/2010.
+ info: http://esthervivas.wordpress.
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