La mayoría de ciudadanos estamos de acuerdo en el análisis: los agentes que han provocado la crisis han sido ayudados por los Estados con fondos públicos, mantienen sus posiciones de dominio y condicionan la recuperación económica a su favor con ataques especulativos contra focos de debilidad como la zona euro. Desde la caída de Lehman Brothers, llevamos dos años escuchando por parte de los gobernantes cantinelas sobre la refundación del capitalismo y la regulación de los mercados, pero al cabo de ese tiempo seguimos igual, si no peor. No cabe esperar grandes regulaciones del mercado por parte de políticos liberales, conservadores, socialdemócratas y democratacristianos que volverán al sector privado tras su paso por la política. El aplazamiento de la regulación europea de los hedge funds a petición de Brown fue muy sintomático: el líder laborista, supuestamente de izquierdas, temía los efectos electorales de una medida de izquierdas. El líder laborista no quería molestar a los sindicatos, sino a los financieros de la City: el mundo al revés, o ya no tanto.
Paradójicamente, las únicas intervenciones activas de los gobiernos han sido para ayudar a los bancos y recortar derechos sociales. Las ayudas a los bancos se han justificado por el temor a su falso chantaje: si caen ellos, caemos todos. No es cierto: si caen ellos, caen los accionistas y los directivos, pero no los depositantes, cuyas cuentas están cubiertas por los Fondos de Garantía de Depósitos. Y si de crédito a familias y PYMES se trataba, lo propio era que el Estado, mediante un banco público, lo facilitara directamente. Al final, los fondos públicos han sido utilizados por la banca para equilibrar sus balances, pedir préstamos al BCE al 1% y comprar deuda del Estado al 4%: negocio redondo. En el caso español, habría sido más lógico que un Gobierno supuestamente socialdemócrata prestara dinero público a los bancos a cambio de acciones antes que de activos financieros. Así, el Estado ha perdido la oportunidad de entrar en el capital social de los mismos y de poder controlar el destino del dinero facilitado.
El capitalismo no está en crisis, sino en reestructuración. Una cierta izquierda lo plantea como derrota del neoliberalismo por sus devastadores efectos: todo lo contrario, pues para el neoliberalismo tales efectos no son intrínsecamente indeseables, sino contingentes. La mano invisible descrita por Adam Smith (*), esa mano que está detrás de todas las operaciones y que acaba ajustando los factores económicos, actúa en clave de selección natural, en la que los fuertes se están comiendo a los débiles. No estamos, pues, ante una crisis DEL capitalismo, sino EN EL capitalismo; no una crisis del sistema, sino de algunos de sus componentes, que otros no sólo no la sufren sino que se benefician de ella. El sistema se está adaptando, y tras los necesarios ajustes -con la agradecida ayuda de los Estados- resurgirá con más fuerza que antes. Para el marxista, el capitalismo ha fallado; para el neoliberal, han fallado los débiles y los chapuceros, pero el sistema tiene larga vida porque no hay otro. Algún día, esa mano invisible hará encajar las grandes cifras macroeconómicas y todos volveremos a vivir por encima de nuestras posibilidades, que son cuatro días.
En este contexto, ¿dónde quedan los ciudadanos, la democracia, la izquierda? Ni están, ni se les espera. En el combate entre Estado y Mercado, claramente vence el segundo. Constatamos que los bancos y los especuladores se aprovechan de la situación y consolidan sus posiciones de dominio económico y político. El abuso es manifiesto y provoca más desempleo, más desigualdad, más recortes sociales y mayor dependencia de los Estados, cuya soberanía se ve limitada. Todos lo vemos. ¿Reaccionamos? No. Algo en Grecia, la primera víctima propiciatoria, pero poco más. El sentido internacionalista de una verdadera izquierda se tomaría las revueltas griegas como el anticipo del fantasma que va a recorrer Europa. Presentaría a los ciudadanos griegos como la vanguardia del movimiento popular europeo que se alzaría contra este capitalismo arbitrario y salvaje. Sin embargo, las revueltas griegas se ven como eso, específicamente griegas, lejanas, televisivas. De momento, parece que no hay riesgo de contagio y los capitalistas siguen tranquilos.
En el caso español, ni los sindicatos se atreven a convocar la Huelga General. Su dependencia de las subvenciones estatales les ha llevado a una identificación excesiva con un gobierno débilmente socialdemócrata, y en este momento no gozan de la credibilidad necesaria para provocar la contestación popular. Por otra parte, el sindicalismo de clase se ha convertido en un sindicalismo de empresa: se movilizan los empleados de un centro de trabajo ante un cierre o un ERE, pero eso no provoca la solidaridad automática de los demás trabajadores. En una sociedad tan estratificada como la actual, el concepto de clase se ha diluido. La dualidad creciente entre obreros empleados y desempleados identifica a las centrales sindicales con la defensa de los primeros y el olvido de los segundos.
Por ello, observamos cómo las respuestas a la crisis son mucho más individuales que colectivas: cada uno se busca su salida, lo que detrae energías para una contestación masiva. La escasa asistencia al reciente Primero de Mayo es un ejemplo de la apatía y del desinterés de muchos ciudadanos por articular una respuesta de clase o cívica contra la crisis. Ni los sindicatos ni las izquierdas están en condiciones de movilizar a la sociedad. La supuesta izquierda gobernante es la que, con todo el dolor de su corazón, recorta los derechos sociales como les mandan los mercados y la UE; y la izquierda alternativa no encuentra ni su espacio ni su discurso, envuelta en interminables refundaciones y peleas internas. A falta de líderes y de un discurso coherente, el juez Garzón se erige en icono de una izquierda que se moviliza por causas del pasado más que del presente.
El alumno de Filosofía, impecable en su discurso cívico, confía en las posibilidades de Internet y de la democracia participativa. Cuidado: la red abre espacios de democracia de opinión, pero no necesariamente de movilización. En términos de Manin (**), amplía los márgenes de la democracia de audiencia, pero no de la participativa. Podemos expresar abiertamente nuestra opinión más radical e intransigente en los numerosos foros abiertos en la red, pero no está claro que eso inquiete a los poderes financieros si no se traslada a la calle.
En cuanto al desarrollo de la democracia participativa y deliberativa, la Ciencia Política sigue analizando más o menos los mismos casos desde hace años: los ensayos de democracia local en Porto Alegre y el Suroeste de Brasil, el voto electrónico y las listas independientes de los caucus norteamericanos, la elaboración social y abierta de los presupuestos en algunos ayuntamientos, y las consultas que de vez en cuando se convocan en diversos municipios. La democracia participativa se mantiene en un contexto local y en una fase experimental. La representativa, por su parte, sigue mediatizada por las élites de unos partidos cerrados, poco flexibles al debate interno y reacios a las listas abiertas y desbloqueadas. Mediante las redes clientelares que extienden en los territorios que gobiernan, estrechan sus relaciones con los poderes económicos. Los sistemas de partidos nacionales están bien encauzados por las élites dirigentes, y mientras tanto la Unión Europea sigue con su déficit democrático. La ofensiva actual del neoliberalismo contra el poder político hace que el mercado condicione al Estado y la economía a la política, cuando debería ser al revés. La democracia liberal acaba siendo una quimera. En esto, no le faltaba razón a Marx.
Por lo tanto, muchos ciudadanos conocemos el problema y acordamos el diagnóstico: el capitalismo no funciona, es injusto y socava la democracia: hace falta una alternativa. Pero ¿quién la define, quién la defiende y quién la aplica? El comunismo fracasó y la socialdemocracia se ha vendido. ¿Quién le pone el cascabel al gato, y cómo ha de ser este cascabel? Sinceramente: no lo sé. Hay activistas, políticos y un pensamiento económico de izquierdas. Pero no hay líderes ni organización. No falta la alternativa teórica, sino la práctica. Falta el referente. Y falta lo básico, el agente protagonista: el pueblo, cuya soberanía está en discusión y no hace gran cosa por evitarlo. Por desidia, por desengaño, por cansancio o por individualismo, no se prevé una contestación social en un país con casi cinco millones de parados. Con la que está cayendo, la pasividad es la nota dominante. La actitud de la clase política no es modélica, el desencanto derrumba la esperanza, la educación se resiente y la televisión nos inunda con programas en los que los modelos sociales son personajillos que triunfan sin estudiar ni trabajar. Programas deleznables que son vistos diariamente por millones de personas.
Nuestro entorno cultural no es cívico, crítico y social, como en el norte de Europa. Nuestro entorno cultural es consumista, materialista, individualista y, en cierta medida, comprensivo con la corrupción. La corrupción económica, la política y la cultural es la que define en buen grado esa mano invisible de la que antes hablaba, y que penetra en todos los resortes del poder. Este es el entorno que nos envuelve, en el que vivimos y respiramos. Es un entorno cultural capitalista, y no es fácil impedir que nos contamine. La izquierda alternativa juega, voluntariosamente, en terreno visitante. El resultado es una encrucijada pirandelliana: o la izquierda no encuentra a su pueblo, o el pueblo no encuentra a su izquierda. Económicamente, el pueblo no se plantea otro sistema, y políticamente vota a una izquierda de mentirijillas para que no gane la derecha de verdad. Las diferencias políticas cada vez son más inapreciables, pero aún nos creemos que sirve de algo votar a Sagasta para que no gane Cánovas.
Hace más de treinta años, Lluís Llach nos contaba, en Damunt d´una terra, que la gente lo tenía más claro: “en Maurici sap molt bé / que si només dubta poca cosa té / En Maurici sap què fer/ trobarà els companys i sortirà al carrer” (“Mauricio sabe muy bien / que si sólo duda poca cosa tiene / Mauricio sabe qué hacer / encontrará a los compañeros y saldrá a la calle”).
Mauricio sabía qué hacer: no dudar y salir al encuentro de la gente. Entonces la gente, los compañeros, estaban ahí. Hoy están viendo la tele, tomando unas cañas, preparando las próximas vacaciones o buscándose la vida como pueden, que no es poco. La gente está demasiado ocupada para pensar en revueltas contra el sistema. Por favor, no molesten.
Nota:
(*) Smith, Adam (1776, ed. 2009), Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial.
(**) Manin, Bernard (1998), Los principios del gobierno representativo, Madrid, Alianza Editorial.
Daniel Guerra. Rebelión
No hay comentarios:
Publicar un comentario