Es propio del
capitalismo actual que mientras avanza la igualdad en los patrones de
consumo en el mundo: tipo de productos, mismas tiendas, gustos, formas
de comunicación y aspiraciones, avanza la desigualdad al interior de las
sociedades. La discusión sobre la desigualdad es hoy tema común en la
política, la academia y los análisis en los medios. Ignorarla parece
asunto de amnesia fingida o, simplemente, cosa vulgar.
La cuestión es independiente del hecho de que para mucha gente en
todo el globo la situación del consumo y su efecto cotidiano ha mejorado
notablemente con respecto a hace apenas poco más de cien años, por
ejemplo. Pero la desigualdad no se suprime, aunque puede abatirse
durante ciertos periodos, como ocurrió tras la Gran Depresión de 1929 y
luego con la destrucción material de la Segunda Guerra Mundial. Es
cíclica y para muchos la pobreza, aun en grado extremo, sigue siendo la
norma.
Hoy, el fenómeno ha retornado con fuerza, sobre todo la crisis
financiera de 2008, la fuerte recesión productiva, la pérdida de empleos
y las medidas de austeridad en los países más ricos.
Los ángulos de esta cuestión y la manera en que se enfrenta en el
discurso, las teorías y las políticas públicas son muy diversos. En el
siglo XVIII cuando Adam Smith postulaba las virtudes del mercado para
generar riqueza en medio de la incipiente revolución industrial no
dejaba de apreciar los diversos mecanismos que podrían prevenir la
distribución de los rendimientos del crecimiento. Para David Ricardo la
distribución era un aspecto clave de las posibilidades de la acumulación
y contrarrestar el estancamiento, y Marx llevó las contradicciones
inherentes de estos procesos a sus consecuencias últimas: la misma
destrucción del sistema.
Según las medidas convencionales de la evolución de las economías,
hay una cierta convergencia entre las economías más ricas y las que se
llaman emergentes. Pero dentro de las sociedades la exclusión es una
fuerza poderosa. Una de sus expresiones es la falta de trabajo, que esté
además suficientemente remunerado y más allá de una enorme precariedad
que afecta las condiciones de vida. Hasta el concepto de clases medias
se ha devaluado como una herramienta de análisis social.
La movilidad social que se dio hacia mediados del siglo pasado se ha
obstaculizado. En Estados Unidos se estima ahora que un niño nacido en
el 20 por ciento de la población más rica tiene una posibilidad de 60
por ciento de mantenerse en ese grupo; en cambio, un niño nacido en el
20 por ciento más pobre tiene apenas 5 por ciento de llegar al otro
extremo de la distribución de la riqueza.
La desigualdad está alcanzando niveles similares a los registrados
hacia el final del siglo XIX cuando se crearon, entre otros, los grandes
negocios y fortunas de Vanderbilt en los ferrocarriles, de Carnegie en
el acero, Rockefeller en el petróleo o Morgan en la electricidad y las
finanzas.
En Europa las condiciones de la desigualdad se han extendido
en los últimos años por todas partes, excepto tal vez en Alemania. Así,
el ritmo lento de la recuperación junto con el dogma del ajuste fiscal y
su repercusión en el rezago de la demanda indican que la tendencia para
ir cerrando la desigualdad es débil y que un cambio tardará aún mucho
tiempo.
En las décadas recientes los inventos y sobre todo las innovaciones
tecnológicas han creado enormes posibilidades de acumulación de riqueza y
su concentración en ciertas empresas e individuos, como ocurre en el
campo de Internet (Microsoft, Apple, Google, Facebook son algunas), en
las nuevas formas de satisfacer la demanda del mercado (Amazon) y en el
sector financiero con la
exuberancia irracional. Hay diferencia entre este tipo de generación de actividad económica y la asociada con las fases de la industrialización, y eso tiene, igualmente, un papel en la forma como crea riqueza y se concentra.
Lo que no hay es una tendencia a que lo que se ha llamado la
democratización de la tecnología, que por la vía de su consumo cierre la
brecha de la desigualdad como se suponía en las teorías económicas de
la mitad del siglo pasado. Tampoco sucede que la proporción de lo que se
genera en una economía y que va al capital se estabilice y haya un
mayor excedente para distribuir. Thomas Picketty, de la Paris School of
Economics, ha mostrado que la parte del capital como proporción del
ingreso nacional en Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania se ha
elevado de modo casi constante desde la década de 1950.
Todo esto significa un cuestionamiento fuerte de las teorías en boga
sobre las pautas del crecimiento económico y, también, de las políticas
públicas. En la medida en que no hay trabajo suficiente, generación de
ingreso sostenido y creciente, y oportunidades de acceso y participación
que ensanche la movilidad de la población de la base pirámide de la
riqueza, la desigualdad no puede atemperarse.
Zigmut Bauman se pregunta si la riqueza de unos pocos beneficia a
todos. La cuestión es relevante. No se advierte que haya las formas de
filtración o de escurrimiento que mitiguen la desigualdad. Pero se abre
un tema interesante, pues ha habido insinuaciones de que el crecimiento
del producto se asocia con la felicidad de la gente. La riqueza y el
ingreso que de ella se derivan pueden hacer feliz a quien la tiene (y
eso es bastante discutible), pero extender esto en términos sociales es
demasiado e incluso absurdo. Otra vez, la distribución tiene mucho que
ver con la decencia de una sociedad.
León Bendesky
La Jornada
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