Paradójicamente, cuando asistimos a la mayor crisis del sistema capitalista que se ha producido desde la Segunda Guerra Mundial, en los países de capitalismo maduro se encuentra bajo mínimos la voluntad de proponer alternativas al sistema. La protesta más radical emerge en países que habían votado a gobiernos de derechas, como es el caso de Francia o Grecia, mientras que Reino Unido y España, que habían votado socialista, muestran una mayor pasividad. Como los gobiernos socialistas ya no tratan de conseguir el socialismo, sino de suplantar a la derecha como gestores del capitalismo, son una bendición para los oligarcas del sistema a la hora de desactivar la protesta y de asegurar la paz social en momentos de crisis.
La alternancia política bipartidista suele resultar funcional para el mantenimiento del statu quo cuando la socialdemocracia light se encarga de gestionar las crisis, y no es raro que así ocurra, como ejemplifica en Estados Unidos el triunfo del demócrata Obama para capear el temporal de la crisis, tras los reiterados gobiernos del ultra-conservador Bush en momentos de auge.
Este bipartidismo trata de ningunear la existencia de una izquierda más radical en el panorama político y de un movimiento ecologista que generalmente reniega de la política partidista. Con lo cual, la protesta ejercida por estos movimientos alternativos tiende a diluirse sin que llegue a plasmarse en propuestas alternativas ampliamente consensuadas tocantes a aspectos tan claves como la configuración y regulación del sistema financiero internacional.
¿Podrán ganar peso político estos movimientos en un futuro próximo? Algo se mueve en este sentido. Por una parte, surgen escisiones en el seno de la socialdemocracia, como la de Lafontaine en Alemania, que tratan de articular un discurso con posiciones transformadoras y éticas más marcadas. Por otra, la fundación en Francia de un Nuevo Partido Anticapitalista con vocación trasnacional refleja el afán de superar los sectarismos y dogmatismos que a menudo han caracterizado a la izquierda radical, proponiendo un amplio frente de oposición al sistema que acoja, incluso, a corrientes ecologistas y anarquistas poco proclives a participar en los teatros habituales de la política. Estos ejemplos apuntan a evitar el divorcio que se observa entre los movimientos de protesta y la mediación política, hasta ahora monopolizada por los grandes partidos, que permanecen firmemente anclados a la ideología dominante.
El conformismo social cierra, también, la puerta a las reformas que demanda la estabilidad del propio sistema capitalista. El popurrí de medidas “urgentes” que se han venido adoptando sobre la marcha para “salir de la crisis” apuntan más a perpetuar el statu quo financiero-inmobiliario que la había originado que a reformarlo, lastrando así dicha “salida”. Porque no es la búsqueda de instrumentos idóneos la que marca la orientación del grueso de las medidas adoptadas, sino las presiones del neocaciquismo imperante, que sugieren ahora paliar la insolvencia de las empresas privadas con recursos públicos. Con lo cual –salvo que las presiones sociales y/o la autonomía de algunos gobiernos lo impidan– la insolvencia privada se acabará transmutando en bancarrota del Estado.
José Manuel Naredoes Economista y estadístico
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