domingo, 23 de febrero de 2014

Crisis de crisis, luego crisis sistémica

En reiteradas ocasiones y documentos se ha señalado el carácter sistémico y civilizatorio que tiene la actual crisis del mundo capitalista, a pesar de que muchos tratan de esconderlo tras una simple, aunque grave, crisis económica. En ese mismo sentido, se pretende ahora hacer un repaso de algunas de las principales y más destacadas crisis que hoy operan en el mundo. El mismo al que hasta hace todavía pocos años algunos auguraban, en el marco del fin de la lucha de las ideologías y el fin de la historia, un futuro feliz, sin miseria y de bienestar para la mayoría de la población.
 
Crisis económica. De forma aséptica se dice que ésta se produce principalmente cuando se dan cambios negativos importantes en las principales variables económicas, de cierta durabilidad y, con especial incidencia, en el crecimiento del PIB y en el empleo. En el caso actual, una vez desplazada del centro neurálgico del sistema capitalista la economía real, aquella que se basaba en lo que realmente se produce, el desencadenante de esta crisis reside en el sistema financiero, precisamente quien ahora ocupa el lugar protagonista del sistema. Los factores principales que producen la crisis son sus propios agentes más destacados, como los bancos y aseguradoras, y sus nefastas actuaciones y operaciones mercantiles, en muchos casos basadas en la especulación, ya sea ésta monetaria, bursátil, hipotecaria o mercantil. Así, la que ya se puede denominar como última Gran Recesión del mundo rico (2008-......), debido a sus altas tasas de crecimiento negativo, deriva rápidamente en crisis económica. Las causas más profundas que dieron lugar a esta situación habría que encontrarlas en la desregulación económica casi absoluta imperante en las últimas dos décadas, privatización de sectores públicos estratégicos (comunicaciones, pensiones, energía, ahorro, infraestructuras...), la elevación descontrolada del precio de las materias primas (petróleo, minerales, gas, alimentación...) en los años que preceden al estallido de la crisis y otros factores como la crisis hipotecaria y la crediticia. Las medidas, principalmente las implantadas en Europa, se concretan en austeridad y recortes drásticos del gasto público que, en gran medida, va a ser trasvasado precisamente al denominado rescate bancario y privatizaciones diversas, haciendo crecer enormemente las deudas de país, en una espiral sin fin. Los siguientes eslabones de esta cadena vienen dados por la crisis profunda de la economía real y toda la amplia serie de recortes en los derechos laborales que harán empeorar enormemente las condiciones de trabajo, pero correlativamente también de vida de más y más sectores de la población con un empobrecimiento acelerado de los mismos.
 
Crisis social. Revisadas las medidas y consecuencias de la crisis económica es fácilmente deducible el modo en que ésta afecta a la población y la consiguiente crisis social. La característica más destacable será la gran explosión de las desigualdades con un adelgazamiento evidente de la clase media, con un trasvase hacia el empobrecimiento de cada vez un mayor número de personas.
 
Según datos del PNUD, en estos momentos el 8% de la población gana la mitad de la renta del planeta, mientras que el 92% restante está obligada a repartirse la otra mitad. Luego, ese extremo social, aquel constituido por los más ricos, está creciendo en su riqueza como nunca antes lo había hecho, con el consiguiente agrandamiento de la brecha social entre la población. Es incuestionable además, y tal y como se acaba de apuntar que las mujeres cargan, una vez más, con las peores consecuencias, tanto en cuanto a cifras de empobrecimiento, pudiendo volver hablar, en cierta medida y en este "mundo rico", de feminización de la pobreza, así como respecto a otra amplia serie de derechos y conquistas sociales perdidas. Y en términos globales la precarización de las condiciones laborales también es una constante, lo que tendrá su incidencia fuerte en la propia precarización de las condiciones de vida. En este contexto, la agudización de esta crisis social será causa de continuas convulsiones.
 
Crisis política. La deslegitimación de la clase política tradicional empieza a ser un hecho en cierta medida incuestionable. No solo la proliferación y destape de casos de corrupción, sobornos y otras actuaciones por el estilo, sino el convencimiento de que desde ésta no hay respuesta a tantas demandas sociales, laborales, etc. Además, se profundiza en un proceso de sistemático "sometimiento" de la clase política a los poderes económicos, convirtiéndose el estado en un administrador de sus dictados, traducidos en recortes, privatizaciones, trasvase de fondos públicos al sector privado, austeridad y contención del gasto público que produce un deterioro grande del estado del bienestar. Este contexto de crisis política provoca a su vez una reversión del desarrollo de la democracia, pudiendo hablarse de una democracia de baja intensidad, burlada por el "juego parlamentario" y aprovechado éste para la imposición de leyes restrictivas de derechos (reformas laborales, seguridad, aborto...) que producirá un cada vez mayor desencanto de la población hacia el sistema, pero evidentemente por una falta cada vez mayor de determinación de la clase política en el mismo. Es evidente, que esta situación presenta a la globalidad de la crisis nuevos peligros: populismos, desarrollo del fascismo, racismo....
 
Crisis ecológica. Una evidencia ya manifiesta es que el modo de producción y de consumo, en suma, el modelo desarrollista impulsado históricamente por el mundo enriquecido, no tiene en cuenta la limitada capacidad del planeta, tanto si hablamos de sus tierras, como de sus aguas o del aire. Se ha dado un acelerado proceso de destrucción de la biodiversidad en ese Norte, pero también se intensifica ahora el mismo proceso en los países del Sur.
 
Posiblemente, las dos manifestaciones más evidentes de esta crisis se concretan en la crisis energética y en la climática. La primera, referida al agotamiento de los combustibles fósiles; la segunda, consistente en el calentamiento del planeta y todas las consecuencias que el mismo acarrea, por ejemplo, en los llamados desastres naturales, que no lo son tanto en cuanto a la fuerza en sí de la naturaleza como debido a lo determinante que pueden ser en su capacidad de destrucción por las acciones humanas que refuerzan sus efectos (sequías e inundaciones extremas, temporales y huracanes, cambios radicales o desaparición de especies vegetales y animales...). Debe subrayarse también en este contexto de crisis ecológica el nefasto papel jugado en los últimos decenios por las industrias extractivas, con sus modos de explotación más agresivos que nunca (minería a cielo abierto, fracking...), o la deforestación y ocupación de tierras en la búsqueda de nuevos terrenos para el cultivo, en la mayoría de las ocasiones para la producción intensiva que además agota rápidamente los nuevos espacios (ganadería, agrocombustibles), o la proliferación de grandes, y no necesariamente vitales infraestructuras (autopistas, aeropuertos, tren de alta velocidad...), que provocan profundas y continuas agresiones al planeta. Así estaríamos centrando la crisis ecológica, en gran medida, como crisis de la escasez de tierras, de energía, de materias primas.
 
Crisis de valores. Por último, se suele obviar u ocultar que también se puede hablar, sobre todo respecto a occidente de una profunda crisis de valores éticos y humanos. Ésta es fruto de las crisis ya citadas y de otras aparentemente menores (de cuidados, de pensamiento, del arte...) pero con gran importancia en la vida humana. Valores como la honestidad, la colaboración, la ayuda mutua, la solidaridad, la cooperación... entran en crisis ante un exacerbado culto al individualismo, al egocentrismo, al patriarcado-machismo, a los valores materiales, etc.
 
Es ante este cúmulo de crisis donde encuentra su explicación la calificación de crisis sistémica y civilizatoria, y no de mera, aunque grave, crisis económica del capitalismo que se superará al entenderla como circunstancial y cíclica propia del sistema. Y es por esto por lo que si no se toman medidas sistémicas, del mismo alcance que la crisis, ésta se prolongará generando nuevos periodos de recesión, y empobrecimiento general, por mucho que nos empiecen a prometer la próxima salida del túnel. Por todo ello, no tiene sentido plantearse esta salida de la crisis con leves cambios de rumbo, sin alterar las bases estructurales de la sociedad, la política y la economía.
 
Jesús González Pazos
Miembro de Mugarik Gabe
Alainet

Empleo y formas de vida en el capitalismo contemporáneo

El capitalismo se nutre de empleo asalariado y declara su guerra sin cuartel a las formas de vida que no le están sometidas. Cualquier figura existencial que no esté sometida a las necesidades de valorización del capital es un espacio que debe ser conquistado. El capital nunca ha respetado la noción de formas de vida como un modo alternativo de existencia y desarrollo. Para el capitalismo, cualquier forma de vida no es más que un espacio de rentabilidad y debe ser primero conquistada y después sometida al proceso de valorización (o, si se prefiere, a un proceso de explotación).
 
Hace aproximadamente 30 años la economía mundial abandonó el esquema del Estado de bienestar y lo remplazó con el capitalismo de mercado libre. La historia de las fuerzas que motivaron esa transición es compleja, pero para 1984 la decisión ya había sido tomada y el viraje estratégico ya había comenzado. Los poderes establecidos justificaron esta transformación con una promesa de prosperidad y eso suponía dos cosas: una adecuada creación de empleos de buena calidad y una reducción sistemática de la desigualdad. Ninguno de estos objetivos ha sido alcanzado.

Hoy la economía mundial sufre una crisis de empleo y de formas de vida. El mercado laboral a escala mundial ofrece un panorama desolador y el desarrollo de formas de vida alternativas (por ejemplo, en la agricultura de pequeña escala) se encuentra sometido a un ataque despiadado. Basta observar lo que ha sucedido en el llamado mercado laboral mundial. La generación de empleos bien remunerados en las últimas tres décadas ha sido débil y se concentró en los más altos puestos directivos. En contraste, la mayor parte de los nuevos puestos de trabajo perciben bajos salarios y las clases medias han sido comprimidas. La incertidumbre que rodea a los empleos mal remunerados es un mal crónico.

A pesar del aumento en la productividad, las remuneraciones de la clase trabajadora se han mantenido estancadas. En muchos países, las remuneraciones que reciben los empleos de menor calificación se mantienen en los niveles que tenían en 1970. La participación de los salarios en el producto nacional se ha desplomado en todos los países y, por lo tanto, la desigualdad se ha intensificado.

La tesis de que las remuneraciones se mantienen deprimidas en los empleos de menor calificación porque las nuevas tecnologías conllevan un sesgo en contra de esa clase de empleos es falsa. En realidad, en la mayoría de las economías capitalistas los salarios dejaron de aumentar en la década de los años setenta, mucho antes de que se iniciara el proceso de cambio tecnológico que caracterizó los años noventa. Así que la verdadera explicación de este estancamiento en los salarios radica en una transformación radical de la estructura institucional del régimen de acumulación de capital a escala mundial. Es decir, el estancamiento salarial está más vinculado a la lucha de clases que a cualquier otro factor.

Los poderes establecidos impusieron a partir de la segunda mitad de los años setenta, el abandono de las metas de pleno empleo, tributación progresiva, y de servicios de salud y educación de buena calidad para la mayoría de la población. Esos objetivos fueron remplazados por la estabilidad de precios, el balance presupuestal y la idea de que el mercado sería capaz de proporcionar crecimiento económico y empleos suficientes para la población. El supuesto central de este nuevo paradigma económico era que sería necesario eliminar las fricciones que impiden el buen funcionamiento de los mercados. Esa fue la justificación de la guerra en contra de los sindicatos y de toda la cultura de las clases trabajadoras.

La ‘liberalización’ del mercado de trabajo estuvo basada en la idea de que las reducciones en los costos laborales serían acompañadas por más inversiones y mayor generación de empleo. Esa es la postura de la teoría económica del primer cuarto del siglo XX, antes de la Gran Depresión y antes de que Keynes escribiera su Teoría General. Esa teoría de hace cien años fue desempolvada para justificar el gran viraje: lo más importante es que ignora que la demanda agregada es el gran motor de la inversión y que con salarios deprimidos, lo único que podría mantener la demanda creciendo sería el crédito y el endeudamiento.

La llamada globalización (de corte neoliberal) es el resultado de colocar a las masas trabajadoras en un plano de competencia a escala mundial. La deslocalización de instalaciones industriales, la fragmentación de procesos productivos para crear maquiladoras y el castigo aplicado a los sindicatos en el plano institucional (y judicial) marcaron la evolución del mal llamado ‘mercado de trabajo’.

La contrapartida de todo este proceso de degradación del trabajo y de destrucción de formas de vida alternativas es la expansión y dominio del capital financiero. De ahora en adelante la lucha a muerte será entre estos dos polos, trabajo y capital financiero. Triunfará el que esté mejor organizado y tenga mejor capacidad analítica.

Alejandro Nadal
La Jornada
 

domingo, 16 de febrero de 2014

Ciudadanía política y democracia

Las luchas sociales reivindicando ciudadanía política mar- can la topografía del capitalismo. El ejercicio pleno de los derechos de huelga, sindical, asociación política y acceso a una educación de calidad, sanidad y vivienda dignas, han moldeado las estructuras de dominio y explotación del capitalismo desde sus orígenes.
 
Las libertades públicas, como son el derecho de asociación, reunión y expresión no siempre han podido practicarse. En muchas ocasiones son secuestradas y puestas en cuarentena bajo la escusa de servir a intereses oscuros que promueven la desestabilización y el caos sistémico. Cuando el capitalismo se ha sentido con fuerzas, no ha dudado en suprimir o restringir los derechos políticos que dan acceso a la participación de la sociedad. Siempre que ha podido deshacerse de ellos lo ha hecho sin remilgos ni mala conciencia. No olvidemos que el capitalismo pasa por ser la forma más elevada de explotación violenta de todo cuanto existe en el planeta, empezando por el ser humano.
Por consiguiente, aquello que produce cortocircuito y altera sus planes es combatido haciendo uso indiscriminado de la represión, y la fuerza. Bajo el eufemismo de actuar en nombre de la razón de Estado y la seguridad nacional, justifica la tortura y el asesinato político. A lo dicho deben sumarse los mecanismos ideológicos de control social utilizados en el proceso de socialización.
Una primera conclusión sugiere que no existe derecho político concedido de buen grado. Todos, ya sea en el campo de las relaciones sociolaborales o las libertades públicas, el derecho a huelga, el establecimiento de la jornada laboral de 40 horas semanales, el descanso dominical, las pensiones, la seguridad social universal, el voto femenino, el divorcio, el aborto o el matrimonio homosexual, están precedidos de mártires, militantes detenidos, encarcelados, torturados y asesinados.
Para las clases dominantes no es plato de buen gusto compartir espacios hasta hace poco concebidos como su coto privado. Escuelas, universidades, teatros, hospitales, zonas de ocio y la moda, han perdido ese halo de exclusividad, enardeciendo a las élites que buscan una solución en la oligarquización del poder, la ostentación y el enriquecimiento obsceno.
Son las nuevas plutocracias que no dudan en profundizar las desigualdades sociales y dinamitan la ciudadanía política, apostando por sociedades duales como la fórmula para reestructurar el capitalismo en tiempos de crisis. El desmantelamiento de lo público viene de la mano de una elaborada política de abandono, recortes presupuestarios y deterioro de las instalaciones y bienes de uso colectivo. Edificios, carreteras, aeropuertos, hospitales, colegios, trasportes como el metro, autobuses urbanos, parques, ferrocarriles, etc., son abandonados hasta su total degradación, siendo posteriormente privatizados y vendidos por migajas a los capitales de inversión de riesgo, el capital financiero o las transnacionales. En la medida que ha podido soltar lastre, el capitalismo, ha tirado por la borda el conjunto de derechos políticos, sociales y económicos conquistado por las clases trabajadoras en los dos últimos siglos, y sobre los cuales asentaba su discurso de promover un orden social incluyente y democrático. Asistimos a una involución sin precedentes en la historia del capitalismo contemporáneo. Un proceso desmocratizador.
A partir de los años setenta del siglo pasado, las transnacionales se harán con el poder político cambiando las reglas de juego, alterando el equilibrio de poder entre orden político y orden económico, introduciendo reformas estruc- turales que dejan sin efecto el pacto social nacido tras la segunda Guerra Mundial, al menos en los países de capitalismo industrial avanzado. Los nuevos hacedores del capitalismo no dudan en imponer un orden mundial que borre del mapa todo obstáculo en su camino hacia el control del mundo. En otros términos ha decidido restringir el uso de la ciudadanía política, recortando al máximo los derechos sociales, económicos, culturales y políticos y renegando de la democracia como forma de vida y espacio vital donde se puede ejercer y realizar la ciudadanía.
Sin espacios para articular la ciudadanía política no es posible concebir la existencia de un ordenamiento democrático. Son dos términos entrelazados de manera orgánica. En la medida que los recortes, la represión y las desigualdades crecen, desaparecen las opciones de vivir en democracia, constatándose el divorcio entre capitalismo y democracia. El mejor ejemplo lo constituye la unidad productiva donde el capital realiza su plusvalor, la fábrica, donde impera la disciplina del capital y el reloj del fordismo y taylorismo marca los tiempos de trabajo y producción. En ella, los trabajadores están siendo sometidos a condiciones laborales cercanas a la esclavitud bajo el chantaje de un expediente regulador, disciplinario o ser despedido. El empresario se convierte en amo y señor, y la patronal puede impulsar las reformas laborales. O haces lo que quiero o te vas a la calle. Ese el discurso dominante. Y desde luego tal premisa poco o nada tiene que ver con un proyecto democrático, inclusivo y creador de ciudadanía.
Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

miércoles, 12 de febrero de 2014

Davos, Bruselas y Madrid: hablar de desigualdades para no hacer nada, prometer recuperación para seguir generando problemas


I

Ahora que los grandes gerifaltes del planeta se han puesto de acuerdo en asegurarnos que la crisis se ha acabado, descubren que se han generado unas desigualdades insoportables que pueden ser un problema. Si uno tiene buena fe puede llegar a pensar que, obsesionados como estaban por salvar bancos y rescatar países, no habían caído en la cuenta de que las desigualdades aumentaban. Pero para creerse esta historia hay que estar mal informado y carecer de memoria. El tema del ensanchamiento de las desigualdades es conocido desde hace años, como han puesto de manifiesto la mayoría de los críticos del neoliberalismo. Hace años que la mayor parte de los estudios serios vienen avisando de la creciente brecha distributiva entre los países y en el interior de los mismos. Sólo algún ultraliberal como Sala i Martín defendía que la globalización había permitido reducirlas, pero sus datos (criticados por muchos autores) sólo se sostenían a escala global incluyendo China. Ahora sabemos que en China las desigualdades han crecido ya al nivel estadounidense y acabamos de conocer algo que podía sospecharse, que las élites chinas, por más que se autodenominen “comunistas”, usan los mismos paraísos fiscales que los ricos occidentales para escaquear su riqueza.

Hay varias razones por las que los poderosos puedan preocuparse por esta extrema desigualdad. Por un lado, pueden temer que estas desigualdades extremas se traduzcan en una crisis de sobreproducción provocada por la falta de un volumen suficiente de personas con dinero para comprarla a precios rentables. Sería lo que podríamos llamar una “preocupación keynesiana” (o fordista): la necesidad de contar con un mercado lo bastante amplio exige pagar salarios de un nivel adecuado. Si esto fuera así, si lo que preocupa es la necesidad de generar una amplia capa de compradores, no se entiende cómo siguen gozando de tanto predicamento las políticas de austeridad, las reformas laborales que abaratan los salarios y que, en definitiva, ahondan las desigualdades. Por poner un ejemplo local, estos días circula por la red un Powerpoint elaborado por insignes investigadores de Fedea (promocionado por el BBVA) en el que se argumenta que los salarios en España deben bajar un 7% para que se cree empleo, y en el que se descartan de un plumazo los argumentos de corte keynesiano y poskeynesiano que apuntarían en otra dirección. Lo mismo aparece en la mayor parte de las recomendaciones que recibe nuestro gobierno de la UE, la OCDE o el FMI: “Hay que ahondar en las reformas”, o sea, seguir recortando el gasto y debilitando los derechos laborales. Puede que a alguno le preocupe realmente el peligro de la devaluación salarial persistente, pero de momento no parece que tenga fuerza suficiente para generar un giro radical en las políticas.

La segunda preocupación es más política: las desigualdades extremas abren muchos espacios para que se desarrolle una nueva oleada de cuestionamiento social del capitalismo, para que pueda reconstruirse una nueva izquierda portadora de un nuevo proyecto social poscapitalista. En un plano más concreto, es conocido que allí donde crecen las desigualdades se desarrollan otras patologías asociadas que generan problemas cotidianos a la vida social (y a los negocios). Seguramente sea éste el temor más grave a corto plazo, el de que se produzcan estallidos sociales locales o proliferen plagas como la violencia delictiva más o menos organizada. Pero una cosa es temer los efectos de la desigualdad y otra proponerse atajarla en serio. Más bien, de lo que se trata en los proyectos de las élites del poder es de generar una política que combine parches —del tipo al que ya nos estamos habituando, como potenciar organizaciones y campañas caritativas— con un discurso cultural que impida pensar en los cambios que habría que introducir para luchar realmente contra la desigualdad. La misma intervención de Oxfam Intermón en Davos es indicativa de ello: presenta un informe que evidencia el intolerable grado de desigualdad alcanzado a los principales causantes y beneficiarios de la misma. Parecería más lógico que quienes se preocupan seriamente por el tema dedicaran sus esfuerzos a organizar y apoyar a los movimientos sociales que realmente combaten el tema.

II

Tenemos bastantes evidencias de dónde se ha generado la desigualdad: en un cúmulo de cambios institucionales y organizativos que no pueden reducirse a una única cuestión. Reducir la creación de la desigualdad a un mero cambio en la estructura impositiva es minimizar la amplitud del problema y acotar el campo de la política a un espacio de acción demasiado reducido.

El punto de partida evidente es que, desde mediados de la década de 1970, se ha producido una caída brutal del peso de las rentas del trabajo en la mayoría de los países. Ha tenido lugar una agresiva recuperación del poder por parte del capital a costa de la mayor parte de la sociedad (y se ha producido en un período en que no ha dejado de aumentar el peso de los asalariados en el conjunto de la población y de disminuir el peso de los autónomos). La Organización Internacional del Trabajo ha identificado tres grandes variables que explican este desplazamiento a la baja de los salarios:

a) Financiarización de la economía. Una cuestión compleja en sí misma que incluye aspectos como el crecimiento del sector financiero en la composición del PIB, la creación de complejas redes financieras que proveen todo tipo de fórmulas de ganancia especulativa (y que favorecen la evasión fiscal) y, sobre todo, la orientación mucho más financiera de las grandes empresas. El resultado de todo ello ha sido convertir las rentas del capital en un objetivo rígido para las empresas y en forzarlas a garantizar una rentabilidad segura a sus accionistas y financiadores. Las rentas del trabajo, y la actividad laboral en su conjunto, se convierten en meros residuos que deben ajustarse a las variaciones de la actividad económica; de esto, y no de otra cosa, va la insistencia en la flexibilidad laboral.

b) Globalización, entendida como la apertura de las fronteras a los movimientos de mercancías y capitales sin, al mismo tiempo, fijar condiciones comunes en campos como los derechos laborales, los estándares de vida aceptables, las normas fiscales y medioambientales. Este modelo de globalización ha permitido al capital explotar todas las ventajas que promete un inmenso ejército industrial de reserva a escala planetaria, una enorme masa de personas necesitadas de medios económicos para subsistir. No es casualidad, además, que en muchos de los países hacia los que se han desplazado muchas actividades haya una falta total o parcial de derechos políticos y laborales. La proletarización sin fronteras no sólo ha permitido reducir costes salariales (a cambio de cerrar plantas en los “viejos” países industrializados), sino también mantener una amenaza persistente sobre el conjunto del mundo laboral, la de que la adaptación recurrente a las exigencias del capital es la única posibilidad de subsistir.

c) Desregulación laboral. De esto sabemos mucho en España, donde vivimos en una reforma laboral permanente, si bien somos un caso menos excepcional de lo que a veces pensamos. Es evidente que el conjunto de transformaciones que se han producido en este cambio —la normalización de las formas de contratación laboral “atípicas”, la reducción de los derechos que protegen el empleo y la estabilidad de las condiciones de trabajo, dinamitando la negociación colectiva (en algunos países acompañada de ataques directos a las organizaciones sindicales), el debilitamiento de los mecanismos de tutela laboral, etc.— han generado un importante aumento del poder empresarial y, en gran parte, la vuelta a un capitalismo sin contraparte.

Para tener un cuadro más completo, creo que hay que incluir otros procesos que han reforzado estas tendencias, tanto en el campo empresarial como en el de las políticas públicas.

En el campo empresarial se detectan dos cambios adicionales de especial relevancia. El primero afecta al modelo de organización empresarial e interactúa con los elementos indicados anteriormente: la configuración de las grandes estructuras empresariales (y de otras no tan grandes) como estructuras reticulares jerarquizadas. La mayor parte de las grandes y medianas empresas actúan mediante el recurso a un gran número de proveedores externalizados, que tienen un poder de negociación desigual con la central, lo que se traduce en una enorme desigualdad en salarios y condiciones de trabajo. Se trata de un cambio organizativo que ha requerido un aprendizaje empresarial, pero que, si tiene éxito, permite sacarles todo el partido posible a la globalización y a la desregulación laboral: producir allí donde las condiciones salariales son peores, cubrir servicios internos con empleados con pocos derechos, etc. El segundo cambio, más sutil, ha sido la introducción de nuevas pautas de retribución salarial, algo que explica especialmente las ganancias desaforadas de los altos segmentos directivos y de algunos técnicos de relumbrón, aunque la introducción de sistemas de incentivación personal ha alcanzado en muchos casos al conjunto de la plantilla y ha actuado como un importante mecanismo de bloqueo de la acción colectiva y de la propia conciencia social de las personas. (Sin estas fórmulas de retribución y presión individualizada, es imposible entender por qué tantos empleados de banca colaboraron con ardor en facilitar la burbuja inmobiliaria y en colocar todo tipo de activos financieros dudosos a su clientela.)

El papel de las políticas públicas ha sido más comentado y no merece tanta atención (lo que no le resta importancia): cambio en los sistemas impositivos, reformas estructurales, blindaje de los paraísos fiscales, externalización y privatizaciones, desarrollo de políticas favorecedoras de la especulación, recortes en políticas sociales y de transferencia de renta… Un conjunto de políticas favorecedoras de los derechos del capital en detrimento del conjunto de la sociedad.

Cuando uno analiza la historia de los muy ricos —pongamos por caso al señor Inditex (Amancio Ortega), nuestro triunfador local—, es fácil percibir que se han beneficiado claramente de muchos de estos cambios, sin los cuales no hubieran conseguido amasar una fortuna tan grande: producción en países de bajos salarios y bajos derechos, aprovechamiento de las leyes internas para conseguir una plantilla de bajo coste y elevada flexibilidad en su red comercial, trato fiscal benévolo (incluido el uso de paraísos fiscales, como la localización de sus ventas online en Irlanda), posibilidades de desviar su elevado excedente hacia la especulación inmobiliaria y bursátil, etc.

III

Si alguien estuviera seriamente preocupado por la desigualdad, debería empezar por promover cambios en los campos citados, revisar a fondo las políticas que se han desarrollado hasta ahora. Pero esto está completamente fuera de las propuestas que se debaten en Davos, Bruselas, Nueva York o Madrid.

Lejos quedan las buenas promesas del G8 en pro de regular seriamente los mercados financieros. Las pocas iniciativas que se tomaron se han ido erosionando y edulcorando por la presión del propio sector financiero. Un sector que se ha visto, además, alimentado por el enorme caudal de recursos monetarios puestos a su disposición por los grandes bancos centrales (Reserva Federal, Banco Central Europeo, Banco de Inglaterra, Banco del Japón), lo que está produciendo a la vez un nuevo florecimiento de los mercados financieros especulativos y de la facilidad con la que los gobiernos colocan su deuda pública: se ha financiado y salvado a los bancos para que aumenten su papel acreedor frente a los Estados, a los que estarán en condiciones de imponer nuevas demandas, entre ellas nuevas reformas fiscales favorables a sus intereses. Y es patente que la insistencia en el empleo a tiempo parcial y la profundización de las reformas laborales (un eufemismo para propugnar tanto la eliminación de la negociación colectiva como el despido libre barato) sigue siendo la gran apuesta de los organismos internacionales.

Ninguno de los mecanismos detectados como origen de la desigualdad extrema es considerado seriamente en el nuevo discurso oficial de la desigualdad. Se trata tan sólo de marear la perdiz, de ocupar el espacio del discurso para impedir que lo hagan otros. Diciendo que nos preocupa la desigualdad estamos afirmando que vamos a trabajar en reducirla. Y aquí el papel que pueden desempeñar algunas ONG (aunque sea de buena fe) es el de servir de coartada a esta operación de maquillaje; un maquillaje que es a lo único que de verdad aspiran las élites.

Como este gobierno español, que presenta como un éxito la reducción del desempleo cuando lo único que ha ocurrido es que ha disminuido la población activa porque una parte de los desempleados o han votado con los pies (han emigrado) o simplemente han desesperado de seguir buscando un empleo inexistente. De hecho, la tasa de desempleo (el porcentaje de los que buscan empleo y no lo encuentran) ha vuelto a crecer. Y en la ocupación ha habido una clara sustitución de empleos estables por otros temporales y a tiempo parcial. No sólo quieren esconder los problemas, sino que tratan de hacernos creer que el subempleo, cualquier actividad que reporte algunos ingresos por pequeños que sean, es un empleo real, una actividad que proporciona rentas suficientes para vivir en condiciones decentes.

Lo que de verdad se propone es más (o igual) desigualdad. Peor y no mejor empleo. El modelo económico de referencia no da para más.

IV

Reducir las desigualdades, el desempleo y la precariedad exige aplicar reformas y políticas que ataquen directamente a los intereses del gran capital. Significa atacar los fundamentos teóricos y prácticos de las políticas neoliberales. Pero para hacerlo no basta con cuestionar los fundamentos de la ofensiva capitalista. Se requiere también una propuesta de recomposición de las clases asalariadas.

El discurso neoliberal no sólo se ha centrado en imponer una política macroeconómica adecuada a los intereses del capital, sino que también ha jugado con desarrollar una visión del mundo legitimadora para consumo de masas. Mucha gente opina que el consumismo, con razón, ha constituido el núcleo de esta legitimación. Pero en lo que atañe a las desigualdades, considero que hay otras cuestiones más relevantes. Al fin y al cabo, el consumismo tiene un cierto mensaje igualitario: el de que todo el mundo puede acceder a un bienestar material ilimitado. Lo que justifica más la desigualdad es la idealización del mérito individual, de la productividad, construido en buena medida por la teoría del capital humano y sustentado en pilares como el sistema educativo, el deporte-espectáculo y los mass media.

Gran parte de los asalariados de alto nivel educativo han sido seducidos por la cultura y las prácticas de la carrera individual, por aceptar reglas de juego que, por un lado, individualizan su relación laboral con la empresa y, por otro, los integra en un juego competitivo que convierte la progresión en un mero producto del mérito individual y el fracaso, en un demérito. Un modelo de vida y trabajo que permite legitimar los hiperincentivos (más bien prebendas) que se adjudican los vencedores y que al mismo tiempo legitima la degradación salarial y social de la gente sin estudios que realiza trabajos manuales. “Excelencia”, “capital humano”, “productividad individual” o “competencias” forman parte del arsenal de términos que sirven para justificar desigualdades y generar estigmas. Retomar la senda de la igualdad, ganar densidad social en la lucha contra las políticas neoliberales, pasa también por cuestionar el referente cultural sobre el que mucha gente elabora su proyecto de vida y su referencia social, y reemplazarlo por otro más cooperativo, inclusivo y participativo. Un campo en el que deberían tener un papel esencial tanto desvelar la relevancia social de muchas actividades laborales (en el mundo del mercado o en la familia) realizadas por la gente sin “cualificaciones” como poner en cuestión el valor social de muchas otras altamente consideradas pero de un valor social más que discutible. Un modelo que diera realce al papel de las estructuras colectivas frente a la pseudohistoria de llaneros solitarios para justificar el éxito de los superricos. Una labor a la vez política, cultural y reivindicativa.

V

A escala internacional, las reglas del juego y la estructura de poderes condenan a muchos países a la persistencia del desastre. Éste ha sido el sino, especialmente, de África, gran parte de Asia y Latinoamérica. Con las políticas actuales, el este y el sur de Europa están condenados a experimentar la misma dinámica de la desigualdad y el marasmo. Luchar contra la desigualdad pasa también por cambiar las reglas de juego internacionales y ofrecer un modelo de vida aceptable para todo el planeta. La solución hoy por hoy no parece que pase por pequeñas reformas acordadas en Davos, Bruselas o Madrid (ni por lo que cabría esperar de un gobierno catalán bajo la hegemonía de CiU y sus socios; la cuestión nacional tiene poco que ver en todo esto), sino por desarrollar procesos sociales que reduzcan sustancialmente el poder de estas élites económicas, políticas, intelectuales y mediáticas.


Albert Recio Andreu

Alberto Recio Andreu
Mientras Tanto

Albert Recio Andreu